No todo lo íntimo es arte: trampa del exhibicionismo emocional en redes sociales

  • miércoles 11 de junio de 2025 - 12:00 AM

La modernidad ha convertido el dolor en un espectáculo y la intimidad en mercancía. Hoy el sufrimiento no se elabora en silencio ni se procesa en espacios terapéuticos: se monetiza, se edita, se publica. Lo que antes era confesión ahora es contenido, y lo que era catarsis ahora es performance. Estamos ante la estetización del trauma, y lo peor es que aplaudimos.

Las redes sociales, ese altar del narcisismo contemporáneo, han creado una nueva forma de expresión que no es arte ni es terapia, pero pretende ser ambas cosas al mismo tiempo. Una especie de limbo emocional donde las lágrimas se vuelven virales, las crisis se programan en el algoritmo y las heridas se exhiben en carruseles de Instagram. Todo es vulnerable, todo es “auténtico”, todo es desgarrador... hasta que se convierte en ‘trending topic.’

Pero no todo lo íntimo es arte
Decir esto en voz alta se ha vuelto casi un sacrilegio, una blasfemia en una cultura que ha canonizado la exposición emocional como un acto de valentía. Como si el simple hecho de mostrar el dolor lo legitimara. Como si publicar el trauma fuera sinónimo de sanarlo. Pero esa es la trampa: confundir expresión con exhibición, y legitimidad con visibilidad.

Porque lo que vemos en redes no es expresión emocional: es un casting emocional. Gente ensayando su llanto frente al espejo antes de grabarlo. Gente grabando una crisis de ansiedad con el mismo cuidado con el que otros editan una selfie. Hay luz, hay encuadre, hay filtros. Es una curaduría del sufrimiento.

¿Dónde está el arte ahí? ¿Dónde está la reflexión estética, la transformación simbólica, la elaboración poética? ¿Qué diferencia hay entre una obra que nace de lo íntimo y una publicación que se lanza esperando una validación inmediata en forma de likes?

La diferencia es ética
El arte no es la exposición cruda del dolor: es su transfiguración. El arte no exhibe: representa. No suplica atención: la convierte en pregunta. Pero el exhibicionismo emocional que reina en redes no busca transformar el dolor, sino amplificarlo. No busca comprensión, sino reacción. Es una forma de manipulación afectiva envuelta en el discurso de la autenticidad.

Y aquí es donde entra la verdadera problemática: la validación como droga emocional.

Porque estas publicaciones no son inofensivas. Se insertan en un sistema de retroalimentación que premia el drama, viraliza el llanto y convierte el sufrimiento en estatus. Cuanto más “honesto”, más reacciones; cuanto más devastador, más empatía (superficial); cuanto más rota la persona, más comentarios de “aquí estoy para ti”, que desaparecen al día siguiente.

Esa validación es adictiva. Porque, a diferencia del silencio incómodo de la terapia o del espejo interior del proceso real, las redes ofrecen algo inmediato: atención. La emoción editada se convierte en capital simbólico. Es el nuevo recurso de quienes, en lugar de sanar, prefieren narrar su herida en bucle. No por sanarla, sino por volverla identidad.

Y ese es otro punto crítico: el dolor convertido en identidad. Ya no se busca superar el trauma, sino habitarlo y narrarlo hasta que se vuelva marca personal. Hay influencers del duelo, embajadores del abandono, creadores de contenido sobre su ansiedad, sus rupturas, sus crisis. Todo al servicio del algoritmo. Y cuando el dolor ya no genera clics, se intensifica o se reinventa. No hay lugar para el silencio. No hay espacio para la intimidad que no se muestra.

Pero el dolor real no se graba. No se sube con un caption estético ni con música de fondo. El dolor real no busca aplausos. Busca sostén. Busca comprensión. Y, sobre todo, busca espacios seguros. No virales.

El verdadero acto de valentía, hoy, no es contar todo en redes. Es saber callar. Es elegir qué parte de ti merece mostrarse y cuál debe protegerse. Es saber que hay experiencias humanas que necesitan ser contenidas, no compartidas. Que no todo se convierte en contenido. Que la sanación no tiene público. Tiene proceso.

Y que para eso, existen otros lugares: la terapia, la escritura íntima, la conversación real, la introspección. Lugares donde uno no necesita like alguno para validar su experiencia. Donde el dolor no se convierte en post, sino en punto de partida.

Quien convierte cada ruptura en un reel, cada tristeza en un post, cada lágrima en una historia, no está sanando: está editando su herida para que sea digerible y emocionalmente rentable. Y eso no es arte. Es autoexplotación emocional.

La ética de lo sensible debe ser recuperada. Debemos volver a preguntarnos por qué compartimos lo que compartimos. Si lo hacemos para comprendernos o simplemente para no sentirnos solos en una pantalla. Si lo hacemos para sanar o para que alguien, aunque sea un desconocido, nos diga que existimos.

Porque en esta era donde todo es visible, quizá el verdadero acto revolucionario sea proteger lo invisible.

El dolor real no busca aplausos. Busca sostén. Busca comprensión. Y, sobre todo, busca espacios seguros. No virales.
Steven De Los Ríos
Actor y columnista