Historia de las relaciones de Panamá con Estados Unidos

  • domingo 11 de mayo de 2025 - 12:00 AM

El estudio profundo y los testimonios de periodistas extranjeros y nacionales revelan realidades inéditas. Era una época marcada por las luchas de poder, la política armamentista y las amenazas del dominio estadounidense sobre el Canal. Un extraordinario poeta escribió: “Desde el puente del Canal/ bajo sus planeados arcos/ que tocan el litoral/ cruzan de mares lejanas. (Changmarin). Hermosos versos, pero será imposible que lo comprenda la actual administración de los Estados Unidos.

Un diario norteamericano de la época abre su espectáculo editorial con un doloroso recuento y palabras cargadas de tristeza, en las que se lanzan acusaciones con mordaces expresiones. El Superintendente declaró en su nota que él no vio lo que los negros y paisanos panameños hicieron durante el motín.

El periodista norteamericano escribió lo siguiente: “Es muy evidente por los hechos que constantemente salen a la luz que el ataque de los nativos en contra de los ciudadanos americanos en Panamá fue premeditado y únicamente necesitaron pretender una provocación para iniciar el ataque. Inmediatamente del odio hacia los norteamericanos debido a sus heréticas nociones religiosas y temperamento, no se debe olvidar que la gente de Panamá se opone al ferrocarril por el hecho que no trae beneficios prácticos para el lugar. Por mucho tiempo se han quejado de que el ferrocarril ha arruinado sus negocios”. (Diario de Nueva York News Paper del 17 de Mayo, 1856).

El periodista, sin percatarse, se sincera un poco y admite el acto agresivo de Jack Oliver. Presenta un argumento en el que reconoce que la excusa para la violenta manifestación fue la conducta irresponsable de un estadounidense, quien compró una fruta a un vendedor ambulante y se negó a pagar por ella (News Paper, 17 de mayo).

Pero, cualesquiera que fuesen las objeciones y las severas acusaciones contra los negros y paisanos, lo cierto es que existen marcadas diferencias entre norteamericanos y nativos. Los paisanos, por ejemplo, perdieron su sustento cuando cesó el trasbordo por el río Chagres y desaparecieron las tiendas que albergaban a los viajeros que transitaban del Atlántico al Pacífico antes de la existencia del ferrocarril.

Y entonces surge una pregunta legítima: ¿es justo que una empresa extranjera se enriquezca mientras empobrece a los nativos, y que la miseria reine en las selvas y pantanos de un círculo oscuro y cerrado, donde la vida digna parece ser un privilegio exclusivo para los sajones, mientras los millones generados vuelan hacia los Estados Unidos?

¿Es justo derogar las versiones de la Patria Boba, esa historia oficial donde todos son buenos, dependiendo del hecho o del interés hacia donde se incline la balanza del poder? En las versiones domésticas siempre se repite que “las razones para lo anterior casi siempre tenían un trasfondo de la misma identidad: el menosprecio con que, sobre todo, ciudadanos estadounidenses de muy baja estofa y actitud despreciable trataban y discriminaban a los originarios de este país” (La Tajada de Sandía, Raíces, La Prensa, 13 de abril de 2000).

Esa influencia de tinte racista ha permeado los hechos, y hoy los latinos, los negros, y cualquier alma ajena al poder hegemónico son arrinconados en la misma esquina donde el hombre común del siglo XIX perdió su historia. El lenguaje tradicional del oligarca dista mucho de aquello que pueda expresar, con dignidad, en favor del pueblo.

En el reverso de la historia —ese que se quiere ignorar—, los norteamericanos violaron las leyes colombianas al establecer poblaciones bajo sus propias normas, apelando al poder de los acorazados. En ocasiones, firmaron tratados con Colombia que, en su contenido, hablaban de solidaridad, justicia y hermandad, mientras que, en la práctica, se ignoraba por completo la esencia de esas palabras.