Dolor por la muerte de una mascota
- miércoles 15 de noviembre de 2023 - 12:00 AM
Nala llegó a mi vida cuando recién había perdido a mi perra Ceniza. Ceniza había muerto de vieja, tenía 11 años. Así que me quedé con el corazón destrozado y en las últimas semanas de su existencia ella permanecía silenciosa acostada en algún rincón de la casa y apenas comía. De vez en cuando ladraba, pero sin fuerzas.
Un día ya no aguantó más, se fue al patio de la casa y se acostó en la hierba detrás de una vieja nevera. Era como si no quisiera que nadie la viera morir. Murió en la noche, cuando recién yo había llegado del trabajo. Estaba acostada en la entrada de la cocina sobre un periódico que le había colocado mi hija. Cuando llegué ya no podía levantarse. La cargué con cuidado y la llevé al patio. La coloqué sobre unas sábanas. Mientras me cambiaba de ropa Ceniza comenzó a convulsionar.
-¡Papá!, ¡papá!, algo le pasa a Ceniza – me gritó desesperada mi hija.
Fui corriendo a ver qué le pasaba. Ella estaba dando su último aliento de vida. La empecé a acariciar con mis ojos llenos de lágrimas y le agradecí lo mucho que me había acompañado. Entonces lanzó su último suspiro y cerró sus ojos para siempre. Todos, en realidad, la lloramos en casa.
Al día siguiente me tocó enterrarla. No quise tirarla en algún terreno o río como lo hacen algunas personas que no tienen corazón. Quería darle un digno entierro. De manera que fui al terreno de una tía política cerca de mi casa y allí abrí una pequeña fosa. Cuando la cubrí con tierra sentí un vacío en mi corazón. Me senté un rato a observar el sitio donde descansaba, bajo la sombra de un gran árbol de mango que se levantaba a orillas de un riachuelo.
- Descansa en paz, mi Ceniza – le dije.
Desde entonces decidí que no quería más animales en mi vida. Era la segunda vez que perdía una mascota. Sin embargo, mis hijas, al sentir la casa vacía insistieron en que querían otra mascota y al final, nos pusimos en la tarea de buscar otro perro. No tardamos mucho, un amigo me había dicho que una empresa tenía un programa de adopción de mascotas. Lo buscamos por internet y la empresa anunciaba que los fines de semana uno podía acercarse para adoptar un gato o un perro. Así que a la siguiente semana mis hijas y yo fuimos al local. Pero la encargada nos dijo que solo habían gatos. No queríamos gatos, ya teníamos tres. Queríamos un perro.
- Yo tengo dos perros que están buscando quién los adopte – me dijo la señora que atendía a los gatos. No sé si quiera uno.
Dije que sí.
-Aquí tengo la foto – me dijo.
Cuando me enseñó la foto quedé prendido de la perra de pelaje chocolate claro y que parecía de la raza Golden Retriever.
- Quiero esa – le dije a la señora señalando a la perra.
Me contó que sus dueños originales se habían mudado a un apartamento y no se lo podían llevar. Así que pensaban dejarla en la calle a su suerte, pero ella la rescató y le pidió a una amiga que la cuidara mientras le buscaban una familia que la adoptara.
La fuimos a buscar una tarde del 9 de agosto de 2023 a Pueblo Nuevo. Cuando la joven que la cuidaba la trajo, Nala parecía un peluche, era una cachorra de tres meses. La llevamos a casa. Cuando llegó se puso nerviosa al ver los gatos Kafka, Yui y Luna, se asustó y corrió a esconderse. De alguna manera su presencia apaciguó un poco la tristeza que yo tenía por la muerte de Ceniza. Tras barajar muchos nombres al fin le pusimos Nala.
Nala se convirtió en la mimada de la casa. Hasta la llevaron a pasear a Amador. En las fotos que le tomaron aparece feliz, sentada frente al mar mientras la brisa le acariciaba su hermoso pelaje. Dormía conmigo y era muy cariñosa. Cuando me sentaba a desayunar, Nala se sentaba frente a mi a esperar que le diera algo, no se atrevía a acercarse mientras los gatos estuvieran junto a mi. Con su hocico negro y su mirada inocente, enamoraba a cualquiera. Esperaba que por lo menos durara unos 11 años o más.
Nala se convirtió en nuestra alegría, en un miembro más de la familia. Pero los designios de Dios son misteriosos, el 6 de noviembre, cuando mis hijas la sacaron a pasear al parque, Nala se soltó, salió corriendo a la calle y un auto la atropelló. Murió de forma instantánea.
Cuando mis hijas llamaron para informarme de lo que había sucedido, salí corriendo con la esperanza de que solo estuviera herida, pero cuando llegué a la escena, la vi metida dentro de un cartucho negro de basura y mis hijas llorando. La levanté, cargué su cuerpo inerte y caminé por las calles con el corazón destrozado. Solo la gocé dos meses y medio, pero fue tiempo suficiente para que conquistara mi corazón. Una amiga me dijo que de repente Nala vino a cumplir una misión. Ahora que lo pienso, creo que sí, vino a borrar un poco mi tristeza y llenarme de alegría en medio de este mundo convulsionado de tanto odio, crímenes y guerras. En ese corto tiempo que permaneció junto a mi lado, creo que Nala, de alguna forma, también fue feliz