Los problemas de Panamá no son por falta de recursos ni tampoco porque no existan condiciones para su desarrollo pleno, tienen que ver más con sus estructuras institucionales. El primero y más grave de todos los problemas es el sistema educativo que condena a los jóvenes a un método de pensamiento mediocre, que solo vende la recompensa de un buen empleo.
Luego se devela la gran mentira de un sistema económico desfasado que margina selectivamente a un grupo vulnerable, que precisamente proviene de ese sector educativo obsoleto y mezquino que esconde el conocimiento y lo reduce a una simple calificación, dentro de un proceso de enseñanza diseñado para estandarizar con alevosía a un estrato previamente definido.
De la falta de institucionalidad y de la justicia mejor ni hablar, ya que la mayoría de los delitos se podrían prevenir con la premisa de la certeza del castigo. Pero al ser la justicia selectiva, genera la sensación por parte de algunos individuos de que si apuestan al “juega vivo” podrían salir librados y bien servidos, si cuentan con algo de suerte o influencias que los salve de los barrotes de una cárcel.
La eterna disyuntiva de que la policía los arresta con las manos en la masa, pero órgano Judicial a través de un escabroso proceso de selección conveniente, decide sobre quién cae o no, el peso de la ley. Para colmo de males, la corrupción tomó la forma de persecución política y hace de todo menos parecer tipificable.
Solo resta la voluntad de los que creen estar lejos del “caldero del diablo” y se sienten con derecho a criticar las acciones del prójimo, hasta que aparece alguna acción que lo embarra a él o a su entorno, para recordar que existe un sistema judicial conveniente y flexible para que los libre de todo mal.
Todas estas distorsiones hacen que la población pierda los parámetros entre lo correcto e incorrecto, dejando una zanja más amplia y conveniente para el libre albedrío.