El pasado 8 de diciembre les dije a mis hijos una gran verdad: “Lo más grande que me ha podido pasar en la vida es haber sido la madre de estos dos jóvenes adultos”. Veo con satisfacción las personas en que se han convertido.
Ser madre para mí ha sido una bendición que yo elegí; traer a esos dos seres humanos al mundo, y la chispa divina tuvo que ver con eso. Si Dios no da su permiso, no lo habría conseguido. Tener hijos es una decisión que no nos hace ni mejores ni peores personas.
Conozco a muchas mujeres que no han podido ser madres o que ha elegido no serlo y sienten una presión social que las empuja a la maternidad.
Otras, por trascendencia, quieren dejar un legado a la humanidad, dejar algo que las sobreviva, y ven en un hijo su creación o misión.
Conozco a jóvenes que, en un genuino temor a la responsabilidad, no se sienten capaces de convertirse en madres, aunque son excelentes personas, llenas de valores. La maternidad no necesariamente las hace mejores como individuos. Y también conozco a quienes ven la maternidad como un cheque del que esperan su retorno.
Recuerdo con gracia el dicho: “A quien Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos”. Quién no conoce a una tía que haya amado como madre, que nos consintió como una verdadera abuela o abuelo. El amor que nos brindó fue maternal, ese amor que está alejado de la parte física. Aunque ella no pario, sí amó como una madre.
La clave está en el amor y en la decisión consciente que tomen las madres.