Tratar de condensar en unas pocas frases nuestra historia político electorales, desde luego no es tarea fácil; pero si de alguna manera podemos resumirla, tal vez, la más simple es que ha sido una acumulación de frustraciones y de venta de esperanzas. En cada ciclo, ha sido la constante que la mayoría exprese su frustración con quienes ejercen el poder y compre el mensaje de quienes prometen tiempos mejores.
Desde que el presidente Roosevelt, hace casi un siglo, para reencauzar a su país con medidas perentorias para superar “la gran depresión”, muchos gobernantes, los nuestros también, han hecho un hábito de prometer medidas redentoras que realizarían durante los primeros 100 días de gestión, para enderezar y corregir los errores y los “desgobiernos” de sus predecesores; pero también la constante ha sido que durante sus mandatos, o se han agravado los problemas que prometieron corregir o que siguen dejándolos pendientes. Y ese hecho, se convierte en el escenario propicio para que al pueblo se le vuelvan a vender esperanzas de días mejores.
El próximo 2 de enero, cuando como acto central de la apertura de la nueva legislatura, el presidente en turno comparezca para rendir su informe a la nación, como ya se cumplirá un año y medio de su gestión, lo esperable es que esa rendición de cuentas sea para demostrar con hechos y cifras, cuáles de los principales problemas que se prometieron resolver durante la campaña electoral ha sido efectivamente solucionado; pero, objetivamente, por lo hasta ahora visto, antes que resultados positivos, con seguridad solo escucharemos más quejas y más promesas.
Una de las principales fallas de nuestros sistemas políticos es que al pueblo se lo convoca, en nuestro caso, cada cinco años, para que escoja nuevos gobernantes; pero, si como ha demostrado nuestra comprobada realidad, los escogidos no cumplen sus promesas, forzosamente se nos impone esperar hasta que en las nuevas elecciones volvamos a tener la oportunidad de sustituirlos por otros nuevos vendedores de esperanzas.
Ante esa frustrante realidad caben dos alternativas: una, sería reducir los períodos presidenciales y, la otra, dar al pueblo la oportunidad de desalojar del poder a los gobernantes o de ratificarlos, mediante una consulta popular que obligatoriamente se celebre, cuando se cumplan los dos primeros años del mandato.