A medida que transcurren los días, y aumenta la temperatura de la discusión legislativa sobre la reforma a la seguridad social, en idéntica proporción crece la tensión ciudadana. Por el bando gubernamental, tenemos que el Presidente Mulino no da su brazo a torcer, y que entre los HD va en aumento la disidencia a la propuesta.
Por otro lado, los sindicalistas se presentan encabezando la disidencia, aumentando la intensidad de sus métodos de protestas, con saldo de muchos detenciones y heridos. Y sobresale una mayoría silente, cuya comportamiento bajo ningún aspecto pudiera el oficialismo interpretarla pensar como apoyo a su postura, quedando perfilado el escenario de una peligrosa confrontación entre el Gobierno y los ciudadanos.
El sólo hecho que la ciudadanía perciba que la propuesta presentada afecta su ya minimizada “calidad de vida”, es motivo suficiente para que la Presidencial detenga el transitar legislativo del proyecto de reforma. ¿Y qué pasaría si esto no ocurre?.El Ejecutivo podría explicar tal inflexibilidad, pensando en los 4 largos años que le faltan al gobierno, sin importarles el “costo político” a pagarse. O tal vez se maneje la idea de que el Presidente goza de facultades y atributos suficientes como para imponernos su voluntad, y recurrir a la fuerza con tal de lograrlo.
A la pregunta que titula estas reflexiones, responderemos precisando el papel Constitucional del Presidente. Al respecto diremos que por mandato ciudadanos, le corresponde “dirigir” el funcionamiento de esa maquinaria de concertación jurídica-política (Estado), siempre en el interés y beneficio del pueblo Soberano.
De modo que todas las permisiones u obligaciones “lícitas” que como Presidente nos imponga, aunque parecieran actos de su propia voluntad, constituyen el consenso político entre los ciudadanos “directa o indirectamente” consultados, dentro del organismo institucional competente.
¿Tiene los ciudadanos la obligación de acatar una orden contraria a los intereses mayoritarios? El Presidente entraría en lo ilegal, si piensa e impone “por la fuerza”, una decisión contraria a los intereses mayoritarios. En sentido contrario, para los ciudadanos nace el “derecho democrático” de desconocerla, pues las arbitrariedades cometidas por los funcionarios, se deben considerar como actos personales, pero simulatorios dolosamente de actos oficiales, con consecuencias jurídicas previstas.