- martes 20 de marzo de 2018 - 12:00 AM
La caperucita roja es un cuento de tradición oral, de autor desconocido, al cual el francés Charles Perrault le dio forma literaria, y más tarde los hermanos Grimm le agregaron un final feliz en el que la niña y la abuela son rescatadas por un leñador que le llena la panza de rocas al lobo.
Esta historia - como todas las de la tradición oral - nació con un propósito formativo, que era el de prevenir los peligros que representaban para niñas y niños alejarse de casa, no obedecer a los mayores, y ser perezosos, entre otras delicias.
La vulnerabilidad en la infancia siempre apareció en la literatura como una realidad. Desaparecidos, secuestrados, abandonados y hasta comidas por un monstruo, como en La Caperucita Roja, el peligro siempre estaba ubicado en el extraño, el siniestro, la bruja, o en otros seres representados metafóricamente para no hablar directamente del agresor, ni de aberraciones como la pedofilia o el maltrato infantil.
El problema es que aprendimos a pensar en el peligro como algo que le pasaba al otro, a ver quién tenía cara de malo para proteger a los nuestros. Es difícil hablarle a los hijos sobre su cuerpo y sus órganos sexuales, que éste sufre cualquier abuso de la intimidad a largo plazo y en la psiquis, y que hasta las personas que más se supone que te quieren y te protegen, te pueden hacer daño, porque están enfermas o por otros motivos incomprensibles.
Aprendimos a huir del lobo del bosque, pero no del tío, el vecino, la madre o la maestra. Pretendemos seguir poniendo el ojo en los posibles agresores y eso nos vuelve paranoicos al punto de encerrar a nuestros niños en una supuesta burbuja segura, pero el cuidado viene con el conocimiento y la confianza de poder comunicarse en una época en la que La Caperucita pudo haber evitado al lobo, y su mamá hubiese podido seguir el progreso de su ruta con el celular.