Traidora

Con una bola del tamaño del mundo atorada en su garganta, Adrián solo pudo preguntarle ‘y la perra
  • domingo 06 de enero de 2019 - 12:00 AM

Adrián no recibió el preaviso; su mujer, Joyce , a diferencia de otras que tienen amante, no se lo negaba nunca, de manera que jamás le pasó por la mente que ella tenía otros pensamientos y menos que planeaba irse con el otro.

Fue en una noche de plenilunio cuando Joyce se fue del hogar, Adrián estaba, como a diario, fumándose un cigarrillo en la terraza. La vio salir arrastrando un maletón y le preguntó algo que ella no contestó, pero sí le soltó de golpe que se iba porque amaba a otro y que les dijera a los hijos que nunca sabrían cuánto ella los amaba.

Con una bola del tamaño del mundo atorada en su garganta, Adrián solo pudo preguntarle ‘y la perra, tu perra que te regalé'.

Sin mirar hacia donde los hijos dormían, le gritó: ‘Te la regalo', y subió a su carro. Un vecino, que se enteró porque vio a Joyce salir con la maletona, fue a consolarlo con sabias palabras: El tiempo, con su infinita paciencia, todo lo descubre, todo lo cura, y pone a cada cual en su lugar y suele acabar dando la razón al que la tiene.

Así mismo fue: poco a poco, el dolor fue empalideciendo hasta que se convirtió en un recuerdo. Ya le eran indiferentes las noches de luna llena, que antaño le traían a la mente el recuerdo doloroso de la noche en que Joyce, sorpresivamente, le asestó los dos golpes: Decirle que amaba a otro y que se iba con ese.

Con la sanación vino la idea de desprenderse de la perra que antes no quería regalar ni vender porque tener al animal en casa era casi como sentir que su exmujer aún estaba allí. Solo le faltaba un empujoncito para concretar la idea, y se lo dieron los propios hijos de Joyce, quienes dijeron que estaban cansados de sacarla todas las tardes a hacer sus necesidades, y que varios vecinos les gritaban insultos apenas los veían pasar halando a la perra.

Le pareció a Adrián el momento oportuno para venderla, lo que no aprobó uno de los hijos, quien sugirió que averiguaran dónde vivía Joyce y se la llevaran.

Pronto averiguaron la dirección de la traidora, y alistaron al animal con sus pertenencias escasas, y una mañana, Adrián subió la perra a su camión, lo que fue fiesta en el barrio, donde los residentes se apostaron en las aceras para despedir a la perra de Joyce.

Algunos, de lengua ligera, comentaban: ‘Ya era hora de que el vecino Adrián se olvidara de esa infeliz, que cuide ella la perra, que se haga cargo de ella, encima de que lo quemó y abandonó, tuvo la concha de dejarle la perra'.

La primera dificultad la tuvo Adrián con el vigilante del edificio donde ahora vivía Joyce; aquel le dijo que estaba prohibido subir animales a los pisos altos.

‘Entonces, le dejo la perra aquí', aclaró Adrián tras amarrar al animal a la silla donde reposaba el vigilante, que soltó un grito destemplado y lo llamó para decirle ‘suba rapidito y déjesela a ella misma, es la puerta B45, piso 15'. Hubo un forcejeo entre la perra y Adrián, porque el animal se resistía a entrar al ascensor. Pero llegaron. Los recibió el marido de Joyce, que puso cara de diablo y preguntó de mala gana qué carajo buscaba.

‘No busco nada, al contrario, vengo a traer a este animal que pertenece a su mujer, dele esta perra a su perra', dijo Adrián y dio media vuelta.

Casi de inmediato salió Joyce gritando improperios, y soltó al animal. ‘Llévate ese animal', gritaba. La perra se le abalanzó cariñosa apenas la oyó a hablar, pero la mujer no reaccionó igual, quiso golpearla y solo logró enfurecerla.

Nadie, ni el nuevo marido grandulón, pudo impedir que la perra, que no soportó la indiferencia de su ama, la mordiera en varias partes. A ambos les tocó quedar con los brazos llenos de marcas de los dientes de la perra despreciada que formó una algarabía tan lastimera que un vecino la adoptó esa misma noche.

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