El seguridad sorprendido

Como ocurre siempre entre el panameño común, el de a pie, que no puede compararse ni siquiera un lotecito de veinte metros cuadrados por...
  • lunes 14 de noviembre de 2011 - 12:00 AM

Como ocurre siempre entre el panameño común, el de a pie, que no puede compararse ni siquiera un lotecito de veinte metros cuadrados por allá por donde vive el hombre de los hombros anchos, el que cuando se acerca la quincena anda empeñando sus cositas, tirando ojo a ver dónde localiza a uno de los prestamistas o, lo que es peor, diciendo durante toda la mañana que se le quedó el almuerzo por andar apurado. Entre este pelotón estaba la bella Rufina María, a quien apodaban Rufimar, por su cuerpo de sirena y sus ojos verdes.

Ese día, víspera de la quincena, había tenido que vaciar la alcancía para reunir el dinero del transporte. Y allí estaba en el trabajo sin desayunar y sin nada para el almuerzo. Le preocupaban sus hijos, que se sentarían a esperar la cena y ella sin un centavo. Por eso se animó y fue puesto por puesto pidiendo veinte dólares prestados hasta el día siguiente, pero la respuesta de todos fue: ‘Es una ofensa esa cantidad en un día como hoy y pasandito las fiestas patrias’.

Al mediodía, agobiada por el hambre bajó a ver a los otros comer y cuando pasaba frente a un compañero, que degustaba una vasija repleta de macarrones, le sonó tan sonoramente el estómago que el hombre le dijo: ya almorzó Rufimar. Pero ella, por vergüenza le contestó que sí. ‘Qué lástima, replicó él, pues fíjese que le iba a dar esta, otra que traje para la cena, pero como ya terminé mi trabajo, me retiro enseguida’. Rufimar suspiró resignada y en eso se le acercó Berlusconi, el jefe de Seguridad, a quien por su nariz alargada le apodaban de esa forma. El hombre, cuya fama de astuto era conocida en toda la empresa, después de pasarle la vista lujuriosa por todo el cuerpo le preguntó si ya había conseguido los veinte dólares. Sorprendida de que él supiera de su necesidad, lo miró, pero él, sin ningún reparo, le dijo que enseguida le conseguía eso y treinta más siempre y cuando ella fuera en una hora a la sala de descanso. ‘Será dando y dando, usted entra y enseguida le pongo en sus manos la plata’.

Rufimar, pensativa, subía hacia su oficina cuando se encontró con Tavo, un empleado de Logística. ‘Hey, préstame diez hasta mañana, tengo el carro en el taller y…’ Rufimar se lo llevó a una esquina y allí tramaron un plan.

Una hora después, la curvilínea Rufimar bajó nerviosa a la sala de descanso. Ya allí estaba Berlusconi esperándola y enseguida, tal como lo había dicho, le entregó el dinero al tiempo que iba quitándole la ropa. En cosa de segundos el hombre la desvistió y ya metía su larga nariz por entre sus senos, pero sin desvestirse él, cuando por fin pasó lo que Rufimar esperaba: sonaron todas las alarmas de la empresa. Por la sorpresa y el terror de que su mujer, que también laboraba allí, fuera a descubrirlo, el hombre clavó sus dientes en los senos tentadores de Rufimar, quien lanzó gritos de dolor que nadie oyó. Pero Berlusconi, que solo necesitó cerrar la bragueta de su pantalón, no la auxilió, al contrario, salió corriendo y abriéndose paso entre la multitud que corría sin saber qué pasaba, en dos zancadas y arma en mano llegó a la oficina del gerente, dispuesto a socorrerlo.

Cuando los ánimos se calmaron y se verificó que todos estaban ilesos y que los bienes de la empresa también estaban en su lugar, el mismo gerente ordenó que los empleados cogieran rumbo.

Mientras esperaban el Metrobús, Rufimar y Tavo, con aire de inocentones, se unían a los que aún se preguntaban cómo se activarían las alarmas de la empresa. Lo cierto fue que más tarde, cómodamente sentados, un billetito de diez pasó de las manos de Rufimar a las de Tavo…

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