Rivales y amigos

Si alguna vez le dan el golpe maestro, que nos dan cuando la mujer se nos va con otro, no le eche el cuento a ningún familiar ni amigo
  • viernes 08 de abril de 2016 - 12:00 AM

Si alguna vez le dan el golpe maestro, que nos dan cuando la mujer se nos va con otro, no le eche el cuento a ningún familiar ni amigo, que ninguno de ellos lo va a comprender, hable con otro que sepa a qué sabe ese trago. Mi esposa y madre de mis dos hijas, tras nueve años de matrimonio, me dijo una noche: Me voy con el hombre que amo.

Yo pensé que era relajo, pero cuando la vi sacando dos maletas se me paralizó el corazón y gagueando le pregunté qué dijiste. Tuve que corretearla hasta el carro, porque ella parecía apurada, fue entonces cuando me dijo: ‘No te hagas el pendejo, tú sabías bien que yo ya no quería nada contigo, desde hace rato te lo estaba dando sin participar, o ya se te olvidó que una noche me dijiste que yo parecía una momia en la cama, definitivamente que no hay peor ciego que el que no quiere ver'.

¿Y las pelás?, le pregunté yo, imbécil de mí, con la esperanza de retenerla en nombre del sagrado amor a sus hijas. La respuesta de ella fue devastadora: ‘Ellas se quedan contigo, que eres un buen padre, yo me voy con mi hombre porque no soporto más estar lejos de él, diles la verdad'.

Y arrancó y se fue. Yo me quedé allí, clavado, mientras lloraba mi corazón. Creo que fue en la madrugada que entré a la casa, mortificado por el pensamiento de que mi ahora exmujer estaría dándoselo con muchas ganas al nuevo marido. Desesperado por esa idea me desquité contra la pared y le metí golpes hasta que mis hijas se despertaron llorando, quizás abatidas por el presentimiento de la orfandad maternal. La pared no sufrió ningún daño, pero sí mis manos que se fracturaron. Tuve, en medio del dolor físico, que decirles que su mamá había viajado de urgencia al interior a cuidar al abuelito Cucho, y que regresaría pronto. Las engañé porque mi hombría estaba tan en el piso que guardaba la esperanza de que ella volviera y me dijera que había sido una broma.

Pero los años pasaron y tuve que hablarles a mis hijas, a quienes jamás les mostré ni amargura ni dolor, sin embargo, en la calle era un limón, a todo el mundo miraba mal y cualquier cosita me ponía a reventar con ganas de tirar la mano. Ya mis hijas se habían casado y marchado con sus maridos cuando decidí retomar mi costumbre de pasar a la salida del trabajo tomándome cuatro pintas. Apenas me recosté a la barra un pinteador me gritó ‘qué ch… me miras'.

Era lo que me faltaba, le solté el puñetazo que siempre había querido darle al hombre que me quitó a mi mujer. De un solo golpe lo bañé en sangre y aquel cayó, pero también andaba tan cabreado que ensangrentado y caído me pateó. Yo caí agarrándome los gemelos y gritando bravuconadas en contra de las quemonas. Nos agarramos en el piso y nos dimos puño parejo, a muerte, hasta que el dueño del bar se asustó y disparó al aire. El estallido nos distrajo fugazmente y varios aprovecharon el segundo para agarrarnos. Nos separaron y nos llevó esposados una ronda. Llevábamos dos horas agarrados por las esposas cuando yo quise orinar y tuve que llevarme al baño a mi enemigo. Cuando al tongo que nos cuidaba lo venció el sue ño, el otro reo me habló de su desgracia, que era igual a la mía. Simpatizamos enseguida, y cuando nos soltaron, al amanecer, nos fuimos juntos a desayunar, y allí esperamos el almuerzo.

Ya desahogados, quedamos en ser amigos para siempre, y nos dimos ánimo. Coincidimos en que veinte años guardándole luto a una malvada era dem asiado tiempo, y nos despedimos dispuestos a hallar otro amorcito. ‘Ella me quemó, pero eso ya pasó', me dijo él, y yo me fui tranquilo y alegre para mi casa silbando ‘el cariño es como el viento, sopla para cualquier lado'.

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‘Mogo: ¿No sospechaste por mi frialdad en la cama?

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Doloroso: Se quedan contigo, que eres su padre, yo me voy con mi hombre.

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