La mujer de mi primo

Siempre creí que yo era el sólido, el inolvidable y que la mujer que se metía conmigo jamás pensaría en dejarme por otro
  • jueves 07 de abril de 2016 - 12:00 AM

Siempre creí que yo era el sólido, el inolvidable y que la mujer que se metía conmigo jamás pensaría en dejarme por otro. Con esa seguridad me di a la tarea de enamorar a la mujer de mi primo Severiano, a quien toda la parentela consideraba el más feíto, el más pendejo y el que lo tenía más chiquito, dato que guardaba en mi mente tras unas mediciones que nos hicimos cuando todos éramos niños. Ninguno de estos detalles pesaron a la hora de la verdad, porque él, apenas se graduó, consiguió trabajo y no tardó en poner su negocio. Fue el primero en comprarse un carro caro y, quizás ayudado por este detalle, pensé yo, se casó con Priscila, un hembrón que dejó a mi familia boquiabierta. Nadie podía creer en la suerte de Severiano, mi abuelita, que nunca lo había querido por feúcho, decía a bocajarro y como si hiciera una gracia: ‘Es por el carro, las mujeres de ahora se casan con cualquier bicho raro si el bicho anda en carro, no como antes, cuando yo me levanté, que no nos fijábamos en eso'.

Pero el tiempo pasaba y Priscila no daba ningún traspié, se levantaba de madrugada a hacerle desayuno y comida casera a mi primo, y hasta mi abuelita boquifloja tuvo que tragarse sus palabras, porque cuando se enfermó para morirse nadie la quiso cuidar, solo Severiano y Priscila la atendieron hasta el final.

Fue en el velorio de mi abuelita que yo, pensando en la cabrona herencia, dramaticé, como el mejor actor, un duelo profundo. Cuando vinieron los de la funeraria a llevársela yo me agarré del cadáver, me tiré al piso y hasta me di tres cabezazos con el sillón, y allí quedé adolorido de verdad por los golpes, mientras mi primo y los otros seguían el carro que se llevó el cuerpo inerte. ‘Quédate a acompañar a Salustiano, no es bueno que se quede solo así como está', le dijo a su mujer el babieco de mi primo. Yo esperé que se me pasara el malestar provocado por el teatro en pro de la herencia, y me levanté. Caminé hacia la ventana donde Priscila se había quedado triste mirando el carro mortuorio, y me la saqué. Se la enseñé de improviso, y ella retrocedió como asustada, creí que porque nunca había visto uno del tamaño del mío, que se lució esa tarde y se paró firme y majestuoso como el cerro Ancón.

La arrecochiné contra la ventana y se lo sobé varias veces, creyendo que ella lo estaba disfrutando. Para completar, le dije sensualmente ‘este sí es un pico de hombre macho, este sí te va a poner a chillar de puro gusto, ni se te ocurra la pose del perrito porque te mato explorando tus recovecos más profundos, el mío llega adonde no llega el de Severiano'.

La quietud de ella me confundió, de manera que cuando se volvió y me asestó un escobazo en el mismo miembro me agarró absolutamente desprevenido. Aullando de dolor y desesperado solo pensé en huir. Busqué la puerta, donde me hallaron mis parientes, incluido Severiano, que no me creyó que me había dado un dolor sin causa y nunca antes sentido. Mis tías me llevaron a un centro médico. No tardaron ellas en poner en venta la casa y otros bienes de mi abuelita, me dieron mi parte de la herencia, pero casi todo me lo he gastado en tratamientos y medicinas para curar las secuelas del escobazo que me dio la mujer de mi primo, quien no le creyó a Priscila la versión que ella dio, por lo que estuvieron seis meses separados, tiempo en el que la llamé varias veces, pero ella nunca me dio esperanza. ‘Prefiero que se me seque de ganas, pero contigo nunca, el único hombre que me provoca humedades es Severiano', me dijo la última vez que la llamé, ahora está feliz de nuevo con mi primo, mientras que yo sufro porque cuando me hago las manuelas, aquel se levanta, pero curvo y aguado como un macarrón cocido.

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Interesadas:' Se casan con cualquier bicho si este anda en carro.

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