El motete maldito

Vas a ver cómo te quito esa dolama, anunció la campesina y se inclinó sobre el hombre ajeno
  • jueves 31 de julio de 2014 - 12:00 AM

¡¡¡¡¡Subiendo, subiendo!!!!!, suplicaba Anastasia, quien andaba urgida de las caricias de su amante, José Antonio, que en voz baja decía ‘hoy no tengo ganas, solo pasé a dejarte un ñame baboso, me están volviendo loco las muelas del juicio’.

Pero su amante no estaba para contemplaciones y le ordenó subir al jorón. ¡¡¡¡Subiendo, subiendo!!!!, repitió. Poco a poco avanzaba José Antonio por la escalera de palo. Quiso arrepentirse a medio camino, pero Anastasia se lo impidió gritando ‘ni un paso atrás, aquí nadie se raja’.

Ya arriba, en el jorón, lo desvistió con urgencia y pasó su lengua anhelante sobre el cuerpo sudoroso que no respondía, dominado por la angustia del dolor. Vas a ver cómo te quito esa dolama, anunció la campesina y se inclinó sobre el hombre ajeno, quien no tardó en olvidar el dolor para disfrutar al máximo la caricia de la lengua montañera. Y los dos cholos se entregaron al goce del amor clandestino, uno de los pocos deleites y el más extendido entre la campesinada de las montañas de El Chirriscazo, donde aún la mochila no ha podido sustituir el motete, de uso cotidiano y fabricado por los propios lugareños. Son tan idénticos estos aparejos campesinos que a muchos les cuesta distinguirlos, lo que no le pasaba a Teodolinda, la mujer de José Antonio.

Ella podía identificar, entre mil, el de su marido; también tenía, según ella, la habilidad íntima de reconocer cuándo había otra. ‘Solo tengo que mirarla bien, si no sale espesa es porque se la están ordeñando en otro lado’, decía.

La inquietud y la sospecha la llevaron ese día a espiar a su marido, salió de su casa sin rumbo, pero andando y andando dio con el motete de José Antonio a la orilla de un camino. Lo identificó enseguida y ya no tuvo dudas. Era Anastasia la lisa y allá fue a dar. Supo inmediatamente que estaban en el jorón y subió. Los halló reposando, pero no pudo darle ningún trompón a su marido, quien bajó con la agilidad de un gato, no así Anastasia, a la que le tocó bajar casi arrastrada por Teodolinda. Fue abajo donde se enfrascaron usando manos, uñas y dientes. Llevaban más de dos horas en una batalla cerrada, cuando llegó José Antonio acompañado del corregidor, a quien le tocaron varios arañazos al intentar separarlas. No pudo, por lo que mandó a buscar a los lugareños más robustos, los que llegaron pronto y se fajaron para apartar a las enfurecidas mujeres que no lograban ponerse de acuerdo sobre quién de las dos era la dueña absoluta de José Antonio.

Fue la matrona del pueblo la que ideó llevarlas a un centro médico porque estaban demasiado lastimadas, de manera que se organizó la comunidad y antes del atardecer ya habían bajado las dos hamacas con las heridas. ¿Las atacó el tigre?, preguntaron los doctores cuando les vieron las caras destrozadas. Silencio absoluto. ‘A ese tigre hay que mandarlo a la cárcel’, dijo un galeno entrado en años. Cuando la Policía llegó a investigar, las dos mujeres negaron haberse peleado por José Antonio. ‘Ella me robó mi ñame’, dijo Teodolinda; y Anastasia ‘confesó’ que el hambre la había obligado a tomar lo ajeno.