La evidencia
- viernes 27 de enero de 2017 - 12:00 AM
Donato era el único lugareño que tenía botas de cuero. A menudo se enorgullecía por esa posesión y, para que fueran más notorias, les puso cascabeles, razón por la que su presencia se adivinaba antes de que llegara. Hasta los chiquillos y los que ya no tenían una vista afilada podían describir el calzado y lo reconocían desde lejos.
Además de fantoche, Donato tenía la maña de enredarse sentimentalmente con mujeres casadas. ‘Me gustan las mujeres de anillo', decía a bocajarro, sobre todo cuando en el sitio había un par de damas casadas, a las que él les adivinaba en la mirada el sufrimiento conyugal y la falta de atención del marido. Fue en la carnicería del pueblo donde conoció a Laya, casada con el temible Jeremías, de quien se rumoraba que le había bajado la mano derecha a dos ciudadanos porque se los encontró en la quebrada nadando con su mujer. Ni ella ni él habían desmentido ni afirmado el hecho, pero a Jeremías nunca se le había visto en las cantinas, catorce en total en ese pueblito, ni en las fiestas ni en las bodegas ni en la plaza
Donato no creía las historias de las manos desmembradas, de manera que apenas Laya le dio un ladito, la enamoró con la promesa de darle, en la cama, toda la atención y el cariño que Jeremías no le había dado en diez años de matrimonio. Se la encontró una tarde en un cruce de caminos, y allí sellaron verbalmente el compromiso, Laya puso como única condición para el amorío que solo se encontrarían en la casa de ella, cuando Jeremías se iba a la otra finca a sembrar arroz. Donato trató de convencerla de que se vieran por esos rastrojos solitarios, donde él le haría una camita de ramas y allí la llevaría a la gloria, pero ella se mantuvo firme en que no correría jamás ese riesgo.
‘En mi casa estaremos más seguros, dejaremos abierta la puerta de atrás, y si mi marido llega de repente, tú sales por allí y te pierdes río arriba', le dijo Laya, y el romance empezó con la paciente espera de que viniera la luna llena y Jeremías cogiera camino para la otra finca. Les tocó agonizar varios días, hasta que por fin el hombre se fue para la serranía. Apenas le llegó el chat, Donato partió a enlodar la cama ajena. En el camino lo sorprendió el último aguacero de enero. Llegó adonde Laya con dos libras de lodo en cada bota, por lo que la bella le pidió que se las quitara antes de entrar a la casa. En el apuro de calmar sus ansiedades, ambos olvidaron recogerlas; allí las encontraron dos chiquillos del pueblo que llegaron a la vivienda de Laya a traerle un mandado. Se cansaron de llamarla, pero ella estaba perdida en los brazos del amante, y solo levantó brevemente la cabeza para gritarles ‘déjenlo ahí'.
Los muchachos, que habían escuchado que las botas de Donato eran caras, idearon llevárselas y tratar de venderlas en cinco dólares. Las lavaron en el río y pretendían pasar de casa en casa ofreciéndolas, pero en el primer intento, el dueño de la vivienda las reconoció y les preguntó dónde las habían encontrado. Sin omitir ningún detalle, los pelaos respondieron, y el chat del amigo le llegó inmediatamente a Jeremías, quien regresó en llamarada. El hombre bajó de la bestia y con la fuerza de la ira derribó la puerta principal. Halló a Donato ‘trepado' y le asestó dos planazos en la parte del cuerpo que estaba al aire. El golpe hizo reaccionar al ladrón de honras y huyó despavorido por la única puerta que halló abierta. Tampoco recordó sus botas en ese momento.
Lo sacaron en hamaca para que no pasara al libro de los muertos; allá, al hospital, le llegó el par de botas con cascabeles. Nunca supo quién se las había enviado ni nunca volvió a usarlas, según él, estaban malditas.