- lunes 07 de julio de 2014 - 12:00 AM
Euclides era un hombre trabajador, eso nadie lo ponía en tela de juicio; todo lo que ganaba lo llevaba para las arcas del hogar; era, además, un amante formidable, aseado, se cepillaba antes de acostarse, sacaba la basura todos los días y, para el Día de la Madre, se ponía el delantal y preparaba una buena comida; pero tenía un perito: le gustaba sacarle la mano a las mujeres, razón por la que lo abandonaron las dos primeras esposas, no así la tercera, que por floja y dormilona prefería aguantar golpes con tal de que él la mantuviera. A quienes lo reprendieron por la cobardía les decía: A esas hay que tratarlas con mano de hierro para que no se nos monten.
Tenía por costumbre lucirse con las mujeres que él llamaba devaluadas, entre las que incluía a las que cambian sexo por dinero, las mayores de 45 y aquellas sin marido de asiento. A esas, las trato con la punta del pie, pregonaba si estaba ‘pinteando’ y si alguna ‘devaluada’ pasaba frente a sus ojos. Una tarde, en la que estaba libre, salió con su güiro a camaronear por la barriada. Llegó a la casa de Ludita, cuyo patio era un herbazal que alcanzaba una altura de más de medio metro. ‘Te tumbo ese monte ahora mismo, Ludita’, le dijo zalamero. ¿Cuánto?, preguntó ella y trató de bajarse un poco el pantaloncito de flores amarillas porque Euclides tenía los ojos clavados en sus muslos que seguían firmes a pesar de que a diario salían a guerrear. 20 ‘ palitos’ nada más, contestó el güirero. La bella puso el grito al cielo ante lo que le parecía un atropello, pero Euclides sacó su mejor voz y le propuso que él le tumbaba el monte y luego ella le pagaba con placer. ‘Dando y dando y nos vamos gozando’, agregó él, quien no se imaginó jamás que la fulanita sacaría la mano y la pondría violentamente sobre su boca. El bofetón no lo movió siquiera, pero lo mantuvo unos segundos en shock ; reaccionó de la única manera que sabía hacerlo, con violencia, que fue evidente en sus palabras: ¡Qué te crees z… de porquería, si lo das por plata por ahí!, le gritó. El insulto acrecentó la ira de Ludita, quien agregó que por muy z… que fuera, era ella quien decidía con quién lo hacía. ‘Entérate de que soy bien selectiva , o sea, que no se lo aflojo a cualquier pelagatos’, decía la dama muy encorajinada. ‘Que te quede claro que no me acuesto con las que son como tú, lo dije por ayudarte’, añadió Euclides y recordó que tenía manos. Intentó ponerlas con rabia en la cara de Ludita, pero ya habían salido sus hermanas a tirar la diestra. Apenas la rozó, porque del grupo una lanzó cuanto halló haciéndolo errar, por primera vez en sus 47 años, un golpe destinado a una mujer. Entre todas, y armadas con lo que encontraron en los alrededores, aquellas lo obligaron a recular. Llegó a su hogar con el disgusto vivito, pero esta vez no sintió ganas de desquitarse con su esposa, quizás porque había probado, de mano de una mujer, lo que se siente cuando otro mortal nos golpea la parte más visible del cuerpo: el rostro.