- martes 06 de diciembre de 2016 - 12:00 AM
A la infidelidad nada la entretiene, ni los foquitos navideños ni el pavo ni el jamoncito; no les para bola a los ladridos alarmantes de los perros asustados por las bombitas, nada le vale y su corte es, al igual que el de la muerte, parejo, cae el joven y el viejo, el feo y el bonito, el rico y el pobre. Ni en diciembre descansa, al contrario, es su mes preferido y en este se viste de mujer para cazar a aquellos que a inicios de año prometieron fidelidad, a esos los tiene chequeaditos para tentarlos a cada minuto. Llevaba años acechando a Fabián, pero siempre se le presentaba a través de mujeres feas y carentes de las formas rellenas que buscan los panameños.
Quizás por la poca suerte de toparse con una buenona, Fabián le había ganado la lucha a la incansable infidelidad, pero tras conocer a Solimar le temblaron las piernas y se fueron a pique todos los sermones que sobre el respeto al hogar y a la esposa pregonaba a diario, y se enredó con ella, ahora vivía ojo al Cristo ante cualquier oportunidad para salir a verla, pero carecía de experiencia en tramoyas para escaparse sin levantar sospechas. Aprovechó que su mujer saldría a la reunión final de la cooperativa, en la que repartirían los ahorros y discutirían el informe de la tesorera, de manera que él calculó unas cuatro horas, porque su mujer le había dicho que ella pediría detalle centavo a centavo de todos los ingresos y egresos.
Tuvo que agarrarse del chancho para que la esposa le diera el permiso. Tras discutir logró convencerla de que era urgente que él saliera enseguida a comprar el jamón de Navidad, pues habían dicho en el noticiero que estaban escasos. A regañadientes, aquella aceptó que saliera solo y de noche, hecho no visto en los veinte años matrimoniales. El plan maestro de Fabián era dejar la cartera en casa para justificar, cuando regresara después de varias horas, sin el jamón de Navidad.
Hasta dramatizó llevando una bolsa de tela gruesa para traer el cadáver descuartizado del puerco. Tomó un taxi para llegar a cañón donde Solimar, cuyo esposo andaba por El Chirriscazo. Ella lo recibió desnuda y sonreída, no así el perro, que empezó a ladrar y a dar vueltas por todo el patio. Luego se paró en la ventana de la recámara y allí se quedó sin dejar de ladrar. Adentro, Fabián recorría centímetro a centímetro el escultural cuerpo.
De repente, Solimar le dijo suavecito: ‘Apúrate, que el tiempo es corto'; ninguno se dio cuenta de que el perro dejó la ventana y corrió hacia otro punto. Por ese instinto de supervivencia y astucia que habita en toda mujer quemona, Solimar, sin saber por qué, le dijo a Fabián ‘vístete a millón'. A pesar del deseo que estaba a punto de reventarle las sienes, a Fabián se le vino a la mente la imagen de su mujer, y con ropa en mano quedó en la puerta de atrás que sabía estaba abierta por cualquier eventualidad. Oyó que se abría la puerta principal, y se arrastró buscando la salida, la alcanzó, pero a un tris de lograrlo, el perro le mordió el honor. Aterrado, desnudo y sangrando corrió hasta donde halló auxilio. Al hospital llegó su esposa envuelta en llanto. Él le dijo que lo habían asaltado, y ella le creyó, pero en ese momento vinieron a curarlo, y la abnegada mujer pudo ver que su macho tenía en la entrepierna un chupete del tamaño de Saturno.
Y así— revolcado, mordido del perro, sin jamón y sin haberse levantado a la bella Solimar— llegó a su casa donde lo esperaban con un palo de escoba en la mano. Pero en cuanto la esposa vio a su marido revolcado y mordido del perro olvidó sus sospechas y empezó a curarle la herida. Iba a preguntar dónde estaba el jamón cuando se quedó mirando atentamente la camisa de su marido y chilló: ‘¿Por qué carajo tienes la camisa al revés?'…