Abuelos tacaños
- sábado 13 de diciembre de 2014 - 12:00 AM
Alicia se llenó de ilusiones cuando vio a sus suegros comprando juguetes caros; los pilló por pura casualidad en un almacén al que había ido a acompañar a una amiga. No quiso saludarlos para que la doña no le dijera con la mirada al marido ‘viste, viste que es cierto lo que te digo, ella llega tarde todos los días porque se va a patear calle en lugar de irse para la casa, por eso es que no le duran las nanas’. Los volvió a ver minutos más tarde en la fila para forrar los regalos, y se situó en una esquina, de allí vio que eran juguetes caros y grandes. ‘Seguro que algunos son para tus hijos’, añadió la amiga. ‘Ojalá, de seguro que quieren reivindicarse porque todos los años les compran porquerías’, dijo Alicia y salieron del comercio sin ser vistas por los viejos, a quienes vieron entrar a un almacén de esos que venden juguetes taiwaneses.
‘Supongo que ahora van a comprar los regalos que donan a los niños del interior, a esos siempre les compran los más económicos, puras tonterías que se dañan apenas los sacan del cartucho’, comentó Alicia y se despidió de su amiga, porque la nana le había dicho la noche anterior que si no llegaba antes de las nueve ella cogía rumbo y dejaba solos a los pelaos.
El tranque le complicó el trayecto, tanto que cuando llegó ya su marido se había adelantado; el hombre le reclamó, pero Alicia lo paró enseguida con un ‘no me jodas, que yo ando bien cabreada porque ya estamos a menos de dos semanas de la Navidad y no me has dado la plata de los juguetes de los pelaos’. Aquel la midió con la mirada y le dijo que no se preocupara, que de eso se encargarían sus viejos, que ya les había dicho a ellos que este año les tocaba dar la cara por los nietos.
Se acostaron en santa paz y esta prevaleció hasta dos días después, cuando se transformó en un campo de batalla, que comenzó casi a las seis de la tarde, hora en la que llegaron los abuelos de los hijos de Alicia a traerles los regalos de Navidad. El más pequeño corrió a abrir la puerta apenas oyó el ruido del carro, y se les abalanzó a los viejos, quienes traían un regalito para cada uno: una cajita forrada con papel barato, coronada por un lacito escuálido.
‘Pónganlos debajo del arbolito’, les dijeron a los niños, quienes obedecieron con cara de desilusión mientras la madre de ambos luchaba porque las lágrimas no la traicionaran. Su agonía duró lo que pasaron por su mente las escenas vistas en el almacén, supo, entonces, que aquellos regalos eran para los otros nietos, los hijos de la hija, a los que siempre les compraban lo mejor. No pudo canalizar su ira y ella misma agarró las cajitas forradas con papel barato y se las devolvió a los viejos con un discurso que no admitía reconciliación: ‘Se llevan ya esta porquería, vayan con esa limosna a otro lado, por qué no les compraron los juguetes allá donde les compraron a los otros nietos, se largan de aquí con sus runcherías, prefiero que no tengan nada para Navidad a que jueguen con esas barateras’.
Y agarró los dos regalos y les quitó el papel, luego los lanzó al patio, donde quiso estrujarlos, pero no se dio ese gusto porque el don tambaleó y fue a dar al sillón con el azúcar por las nubes. Le tocó a la misma Alicia llevarlo al hospital, porque la doña se volvió un manojo de nervios y no ayudaba en nada. ‘¿El abuelo recibió alguna mala impresión?’, le preguntó el médico a Alicia, que se apresuró a contestar: ‘No, ninguna, se le disparó el azúcar por duro y por discriminar a sus nietos, por eso le mandaron un memo de allá arriba’.