El misterioso del crimen de la casa del Alabastro

  • domingo 23 de noviembre de 2025 - 12:00 AM

En el extremo más olvidado de la ciudad, donde las farolas parpadeaban como si tuvieran miedo de iluminar demasiado, se alzaba la vieja Casa del Alabastro. Nadie recordaba quién la había construido, pero todos recordaban la última vez que alguien la habitó.

Cada año, cuando llegaba noviembre y las noches parecían más densas, un rumor recorría el barrio: el espíritu del “Relojero” volvía a caminar por los pasillos.

El Relojero —así lo llamaban porque coleccionaba relojes antiguos— vivió allí décadas atrás. Era un hombre silencioso, obsesionado con el tiempo y con la perfección de sus mecanismos. Hasta que una noche, su obsesión lo llevó más allá de la razón.

Algunos decían que había enloquecido; otros, que alguien lo obligó a hacerlo. Lo único seguro era que un crimen ocurrió entre esas paredes, uno suficientemente cruel como para hacer que incluso los relojes se detuvieran.

Desde entonces, la casa quedó abandonada... excepto por los rumores.

Lucía, estudiante de criminología, no creía en fantasmas. Pero sí creía en misterios sin resolver, y el expediente del Relojero le resultaba irresistible. Una noche decidió entrar a la casa armada solo con una linterna y su cuaderno.

El aire olía a polvo antiguo y humedad. Cada paso hacía crujir la madera como si la casa misma protestara por ser molestada. Los relojes seguían allí: decenas de ellos, colgados en las paredes, cubiertos por capas de telaraña, detenidos en distintas horas, como si cada uno guardara un secreto distinto.

Al avanzar por el pasillo principal, Lucía notó algo extraño: uno de los relojes estaba funcionando. Su tic-tac resonaba claro y fuerte, como latidos en una habitación vacía. Cuando se acercó, vio una nota clavada en la madera: “El tiempo siempre reclama lo que se le arrebata.” Lucía sintió un escalofrío. No era la frase en sí; era la tinta aún fresca.

Decidió subir al segundo piso. Allí encontró la habitación del Relojero.

En el centro había una mesa de trabajo cubierta con herramientas oxidadas y piezas de reloj esparcidas. Pero lo que más llamó su atención fue un cuaderno abierto, como si alguien lo hubiera estado leyendo hacía apenas unos instantes.

Las últimas páginas describían, con una caligrafía frenética, la noche del crimen. No daba detalles explícitos, pero hablaba de “gritos que el tiempo no pudo borrar” y de un “acto que desgarró el orden perfecto”.

De pronto, todos los relojes de la casa comenzaron a funcionar al mismo tiempo.

Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac.

El sonido era ensordecedor, como si el pasado despertara.

Lucía sintió que el piso vibraba bajo sus pies. Entonces lo vio: una sombra reflejada en el espejo, detrás de ella. Alta, rígida... sosteniendo algo que brillaba.

Se giró, pero no había nadie.

El tic-tac se detuvo de golpe.

Solo quedó el silencio.

Al día siguiente, los vecinos encontraron la puerta de la Casa del Alabastro entreabierta. La policía revisó el interior, pero no halló a Lucía. Solo encontraron su cuaderno, abierto en una página que ella no había escrito: “El tiempo tomó otra pieza para su colección.”

Y desde esa noche, dicen que un nuevo reloj cuelga en la pared principal. Siempre marca la misma hora.

La última hora en la que alguien vio a Lucía con vida.

El eco de los minutos perdidos

La desaparición de Lucía agitó a toda la facultad de criminología. Algunos profesores murmuraban que era imposible que una estudiante tan metódica se hubiera metido sola en un lugar así. Otros, en silencio, se preguntaban cuántas veces habían ignorado ese caso pensando que era solo una leyenda urbana. Pero nadie estuvo tan afectado como Mateo, su mejor amigo.

Era la única persona a la que Lucía había confiado su obsesión con el Relojero. Cuando supo lo ocurrido, Mateo no pudo evitar sentir culpa. Había visto en sus ojos esa mezcla peligrosa de curiosidad y desafío que precedía a sus investigaciones más arriesgadas.

Esa misma noche, sin decirle a nadie, fue a la Casa del Alabastro.

El barrio parecía distinto. Más quieto. Como si la ausencia de Lucía hubiera alterado algo en el ambiente. Mateo caminó hasta la casa sintiendo que cada paso era observado por ventanas sin dueño.

La puerta principal estaba cerrada, aunque la policía la había dejado abierta el día anterior. La madera parecía más envejecida, como si hubiese pasado más tiempo del real. Empujó la puerta. Cedió con un largo gemido.

Adentro, todo estaba en completo silencio. Los relojes seguían detenidos. Todos menos uno. El que marcaba la hora exacta en la que desapareció Lucía.