- domingo 09 de noviembre de 2025 - 12:00 AM
E l domingo 12 de octubre de 2025 amaneció con un silencio extraño en Pocrí.
El aire olía a misa y a mangos maduros caídos sobre la tierra caliente. En el parque, frente a la iglesia, las palomas picoteaban migas mientras el sol aún no se atrevía a brillar con fuerza. Nadie sospechaba que aquel lugar, donde las risas infantiles solían cruzarse con los rezos, sería testigo de un grito que aún hoy flota entre los árboles.
Selinda Mabelis Córdoba Batista caminaba con paso sereno, aunque en su pecho llevaba una tormenta. Tenía 21 años, sueños de graduarse en Finanzas y el deseo sencillo de vivir en paz. Su madre le había suplicado que no saliera, que no hablara con él.
—Será en el parque, mamá —le dijo—. No puede hacerme nada frente a la gente.
Pero los monstruos no siempre respetan la luz del día.
Él llegó poco después. Olivares Cortez Rodríguez. Veinticinco años, una sonrisa que alguna vez fingió ternura y unos ojos que ahora reflejaban un abismo.
Había viajado desde Bijagual, tras una noche de baile y cerveza, como si la diversión fuera el preludio de la sangre. En su bolsillo escondía algo más afilado que sus celos: un cuchillo, la extensión de su odio.
—Solo quiero hablar —murmuró cuando se acercó al gacebo.
Pero sus manos temblaban con un impulso que no conocía palabras.
Selinda retrocedió, sintiendo que el aire se volvía espeso. Lo había dejado meses atrás, cansada de las revisiones del teléfono, de las amenazas, de las palabras que pesaban como piedras. Había buscado ayuda, había pedido protección. Pero la distancia y la burocracia se movieron más lento que la furia de un hombre herido en su orgullo.
El primer golpe fue tan rápido que apenas tuvo tiempo de gritar. Luego vinieron más: una lluvia de cuchilladas que borró el rostro de la joven del futuro que soñaba. La sangre manchó los bancos del parque, el piso, los zapatos del asesino. Las campanas de la iglesia sonaron justo entonces, como si el cielo hubiera querido marcar la hora del horror.
Las personas que salían de misa vieron el cuerpo caer. Nadie podía creerlo. Algunos corrieron, otros rezaron. Selinda fue llevada al hospital, pero el filo ya le había robado todo. En Aguadulce se dictaminó lo inevitable: estaba muerta.
Esa misma tarde, mientras las autoridades buscaban a Olivares, el pueblo se llenó de murmullos. Que era un hombre frío. Que había jurado matarla. Que ni la orden de protección ni los ruegos de una madre bastaron. Lo atraparon al poco tiempo. Y aunque la justicia lo encerró, el daño ya estaba hecho.
Esa noche, el parque quedó vacío. Solo el viento parecía caminar entre los árboles, repitiendo un nombre:
Selinda.
Dicen que, a veces, los perros del pueblo ladran mirando hacia el gacebo. Algunos aseguran oír pasos, un susurro suave, como si alguien aún buscara explicaciones entre los ecos.
Otros simplemente callan, sabiendo que en cada rincón del país hay otro parque esperando que alguien escuche, antes de que el silencio se vuelva muerte otra vez.
Tras el brutal crimen, el femicida fue llevado a audiencia. Frente a la mirada del juez Olivares permaneció en silencio, frío como un témpano de hielo, ni siquiera emitió algún gesto o palabra de arrepentimiento.
Escuchó la voz del juez:
-Queda detenido seis meses mientras se realizan las investigaciones. Desde entonces permanece tras los barrotes, solo, donde ni las moscas quieren saber de él.
El caso generó una fuerte reacción en redes sociales y en la sociedad coclesana, que exige pena máxima para el responsable, la cual podría alcanzar hasta 30 años de prisión según el artículo 132-A del Código Penal.
Diversas organizaciones feministas y activistas por los derechos de las mujeres han cuestionado la ineficacia del sistema judicial para garantizar la seguridad de las víctimas de violencia de género.
El 14 de octubre, la comunidad de Paritilla y Aguadulce despidieron los restos mortales de Selinda en una emotiva ceremonia en la iglesia Santa Rosa de Lima.