Cuando el vecino culto fue la última pesadilla

  • domingo 28 de septiembre de 2025 - 12:00 AM

En los pasillos del edificio nadie imaginó que detrás de aquella puerta pulcra y discreta se escondía un abismo.

Decían que era un hombre culto: saludaba en la escalera, discutía con calma sobre música clásica en la papelería de la esquina y vestía como quien jamás despierta sospechas. Era el tipo de vecino al que uno le presta azúcar y recibe a cambio una sonrisa educada. Nadie esperaba que su casa fuera un santuario

Las desapariciones, al principio, fueron susurros. Una joven que no regresó de su trabajo; otra que dejó de contestar el teléfono; señales que la ciudad suele tragarse cuando la vida se apaga entre la multitud.

La policía recibió reportes, siguió pistas, interrogó a conocidos. Lo macabro —esa palabra que resbala entre los labios— se presentó cuando la investigación cruzó la puerta correcta.

Excedía la imaginación

Lo que se encontró dentro excedía cualquier imaginación: habitaciones impregnadas de un olor seco a limpieza forzada, armarios con cuerdas de uso reciente, jarras y frascos como piezas de un laboratorio doméstico. Y, entre trastos apilados como si la casa tuviera vergüenza de su propio secreto, restos que no podían ser otra cosa que cuerpos. Cuerpos que alguien había tratado de ocultar, preservar, o quizás estudiar con una frialdad que helaba a quienes la descubrieron.

Vecinos contaron a la prensa la misma incredulidad:

“Siempre lo vimos leyendo en la banca del parque”, “era muy educado con los niños”, “parecía una persona normal”.

Esa normalidad fue el filo más cortante de la historia: la certeza de que el monstruo no vivía en las sombras de una favela o en la marginalidad de la ciudad, sino detrás de una corteza de normalidad, entre libros y horarios regulares.

Los investigadores relataron, en voz baja, detalles que se negaban a convertirse en sensacionalismo: la meticulosidad en el escondite, la apariencia de que alguien intentó borrar rastros con un saber que rozaba la técnica. No era el descontrol de un criminal amateur; había método, cálculo, la inteligencia que, en lugar de salvar, convirtió a las víctimas en objetos dentro de una alcoba de muerte.

La comunidad quedó en shock. Las conversaciones cotidianas cambiaron: las madres empezaron a recoger a sus hijos antes, las parejas cerraron puertas con más cuidado, las miradas se volvieron recelosas.

La sensación de seguridad —esa que se toma por garantizada hasta que un hecho la arranca— se convirtió en un tema de conversación permanente. ¿Cómo confiar si el mal puede esconderse detrás de la sonrisa de un vecino?

El juicio

El juicio que siguió fue un espectáculo a medias: la prensa pudo describir, pero no siempre comprender.

En la sala se mezclaron la rabia con la fascinación morbosa; afuera, una ciudad que intentaba recuperar sus rutinas como quien vuelve de un temblor.

Se impusieron medidas, se renovaron protocolos, se prometió que nada así volvería a pasar. La promesa sonó, a muchos, como un intento de coser una cicatriz que no deja de supurar.

Lo más inquietante no fue la captura ni la condena eventual —que ocurrió, con la justicia haciendo su lento trabajo— sino la idea de que la maldad puede instalarse en la gramática de lo cotidiano.

La lección que dejó el caso de Iztacalco no es nueva: los monstruos a veces llevan guantes limpios, hablan con propiedad y reparten sonrisas en la escalera. La ciudad aprendió, a su costa, que el párpado del terror puede estar cerrado durante años, pero que una mañana cualquiera se abre y muestra lo que hubo debajo.

Y cuando la puerta volvió a permanecer cerrada por un tiempo largo, muchos pasaban por la acera y miraban la fachada, buscando señales invisibles.

El ruido de la vida continuó, porque la vida siempre encuentra la manera. Pero el eco de aquel descubrimiento quedó adherido a la calle, como una advertencia: nunca tomes por inocua la normalidad absoluta.