Asfixió a estudiante para robarle celular y la aventó a una quebrada

- domingo 20 de julio de 2025 - 12:00 AM
El reloj marcaba las 4:57 a.m. del 5 de julio de 2019,cuando Lorena del Carmen Castillo Martínez, de 18 años, abrió los ojos. El gallo del vecino no había cantado. Tampoco ladraban los perros. Esa mañana, el mundo parecía sostener la respiración. La casa crujía en silencio, como si supiera algo que nadie más sabía.
Lorena se levantó sin hacer ruido. Era viernes, y le gustaban los viernes: significaban risas entre amigas. Desayunó un café negro con pan duro, rápido, como siempre. A las 5:00 debía salir de su casa en Nuevo Emperador, Arraiján.
Su padre, medio dormido, asomó la cabeza desde la hamaca.
—¿Te acompaño hasta el cruce, hija?
Ella negó con una sonrisa.
—No, papá. Ya sabes el camino... ya me lo sé con los ojos cerrados.
No era cierto. Aquel sendero, entre monte y lodo, era un túnel de sombras. No había postes, ni faroles, ni luna esa noche. Solo árboles altos como torres dormidas y arbustos que susurraban entre sí, como si se contaran secretos que nadie debía oír.
Lorena ajustó su mochila, salió al portal y se echó al camino. La brisa era fría, más que de costumbre. Al dar los primeros pasos, sintió que la tierra no crujía bajo sus pies. Era como caminar sobre algo que respiraba.
El sendero se extendía como una vena negra entre la maleza. Cada paso la alejaba del calor de su hogar y la acercaba al corazón del bosque, donde la quebrada dormía, callada, esperando.
A lo lejos, los primeros sonidos del día comenzaban a brotar: un grillo, una rama rota, un murmullo. O eso creyó. En realidad, no era más que el silencio que aprendía a hablar.
Mientras caminaba. Pensaba en cosas pequeñas. Normales. Vivientes. Como si pudiera distraerse de la sensación que comenzaba a subirle por la espalda... ese presentimiento antiguo, ese sexto sentido que tienen los que han sido elegidos por la muerte sin saberlo.
Entonces, se detuvo.
Frente a ella, el sendero parecía más oscuro. Como si algo lo cubriera. No era niebla. Era sombra. Una sombra sin origen. No venía de los árboles ni del cielo.
Lorena dio un paso más.
Y la sombra retrocedió.
La quebrada no estaba lejos. El sonido del agua comenzaba a colarse entre los árboles, tenue, como un suspiro. En algún rincón de su mente, algo —una voz, un recuerdo, un instinto— le gritaba que regresara. Pero ella siguió.
Entonces la sombra de un hombre la atacó.
Cuando el sol alcanzó su punto más alto y Lorena no regresaba a casa, sus padres sintieron el aliento helado de la incertidumbre. Ya no era una demora. Era una ausencia. El padre, con el corazón agrietado, decidió buscarla por su cuenta. Al caer la noche, su linterna fue la única estrella que iluminó la senda maldita. Y entonces, la quebrada habló.
Allí, semisumergido entre el barro y las piedras, apareció el cuerpo. El uniforme escolar aún colgaba de su cuerpo sin vida, y rocas, pesadas y crueles, habían sido acomodadas sobre ella, como intentando ocultar un crimen que gritaba desde la tierra. No había señales de violencia sexual. Solo el beso mortal de unas manos que la habían asfixiado lentamente. El acto fue metódico, sádico y final.
El asesino no huyó lejos.
José de la Cruz Barría, un hombre de 46 años, fue detenido días después como el presunto asesino en Nuevo Emperador. Lo delató su propia sangre: su hija encontró el celular de Lorena escondido bajo el colchón del cuarto de su padre. Fue su propia familia quien lo entregó a la policía.
El asesino fue llevado a audiencia, donde la jueza legalizó su detención. Lo acusaron de femicidio y robo agravado. El juicio no devolvió la vida. El asesino aún está tras las rejas, envejeciendo.
Lorena no era una sombra. Era una estudiante, activa en su iglesia, dedicada, soñadora. Quería aprender inglés. Quería guiar turistas. Quería vivir. Era su último año, y cada día era un paso más cerca de graduarse. Pero en vez de un diploma, recibió una tumba.
El colegio, que alguna vez escuchó su risa entre pasillos, fue testigo mudo de su despedida. En ese mismo lugar donde debía haber lanzado su birrete al cielo, la cargaron en hombros, cubierta de flores y luto.
El féretro llegó al colegio justo cuando el sol comenzaba a teñir de oro enfermo los muros del Instituto Técnico Fernando De Lesseps. Los estudiantes, inmóviles, formaron una calle de honor, mientras el silencio pesaba más que la madera oscura que contenía los restos de Lorena del Carmen Castillo Martínez, una joven de sueños truncados y pasos interrumpidos.
Aquel ataúd no sólo contenía un cuerpo, sino un grito que aún reverberaba entre los árboles y las quebradas del oscuro sendero por donde caminaba sola aquella mañana del 5 de julio de 2019. Tenía 18 años, una mochila al hombro y la ilusión de un día más de escuela. Ignoraba que la espesura del bosque, con sus sombras eternas y susurros olvidados, la estaba esperando.