- jueves 17 de abril de 2014 - 12:00 AM
Ana de Calidonia
Ana, la de Calidonia, la justiciera. Cuando se cumplan mil años de la llegada de los europeos a la costa caribeña de Panamá, en el 2.492, su nombre, entonces, será tan bien ponderado, como una de las heroínas patrias. Los arqueólogos ponderarán sus aciertos, y no la juzgarán por sus fotografías de un solo lado del rostro. Cada uno tiene ángulo de fotogenia.
Ana es de Calidonia y sus muebles aún están de moda. Ella es el símbolo de la ponderación, del equilibrio, del rictus maximiliano, solo superado por la estelar Yolanda, de 1989.
Ella sí rompió cualquier marca de civilidad, y los arqueólogos la tendrán en cuenta en sus oraciones.
Lo de Ana no eran los muebles, ni la moda, ni las bases militares: es cierto que laboraba en Calidonia, casi en La Cuchilla, aunque su arraigo fue la independencia, el profesionalismo, la transparencia y la soberanía popular. No fue una mandadera ni una mandada: obró fuerte sobre la democracia. Como la recordada Yoly.
Se prohibió en aquellos días que alguien se burlara de ella, y la comparara con la Alfaro, entiende, que son circunstancias distintas y míticas. No hiles delgado sobre este asunto.
Se dijeron entonces muchas truculencias: que Ana tenía cara de juez de campo, que en el bolso llevaba, enrollado, un bate de béisbol firmado por un tal Mariano, de unas ligas americanas, o norteamericanas, nada que ver con Ana de la Americana. Que temía que algún interlocutor le saliera con otro bate de béisbol. Cierto es que recibió como respuesta a su oferta un soberano ‘no’, que fue escuchado por oídos herreranos.
Fuera de los bates de béisbol y el ‘no’, los arqueólogos encontraron objetos de una pulcritud celestial, en el que sobresalían jarrones chinos, huacas del sitio Baúles, jarrones de San Carlos y tinajas de un comedor municipal llamado Las Tinajas.
* Filólogo y periodista