Un susto mayor

El revolcón de los barrios.
  • jueves 24 de abril de 2014 - 12:00 AM

En El Chirriscazo amanecieron en el preparativo de los actos propios del día santo. Imperaba la ‘ley seca’ por todos los caminos y nadie se atrevía a desviarse de lo que indicaba la Palabra. Salomón salió temprano, dispuesto a colaborar en el arreglo del sepulcro. Su mujer, Leocadia, lo injurió duramente, pero él se mantuvo sereno y le pidió que dejara esos celos enfermizos, que era Viernes Santo y que al diablo le complacía verla en esa actitud de pelea. ‘Me da igual que sea el día que sea, es un viernes como cualquier otro, además, tú sabes bien que nunca he creído esos cuentos de que se convierten en pescado los que se bañan en el río o que se les achica el estómago a los que comen carne, etc., etc.’, vociferó la mujer y le haló las orejas hasta que ya no pudo templarlas más a la par que le gritaba: ‘Que no me diga nadie que estabas hablando con la zorra esa’.

Salomón salió con las orejas adoloridas. Llegó y se unió al grupo, alguien le pidió que cortara una tabla para el anda. Quedó un poco torcida, dijeron varios y sonrieron otros por el comentario, entre ellos la damita con la que lo celaba su esposa. Las risas las vio la chancera del pueblo, quien luego le contó a Leocadia que Salomón estaba vuelto unas pascuas con ‘esa’. Como una loca salió de su casa, dejando a sus dos hijitos solos y comiéndose un pedazo de yuca en la rústica mesa. ‘Voy a joder a una zorra, pásenle la tranca a la puerta y no le abran nadie’, les dijo, pero los chiquillos desobedecieron y abrieron apenas oyeron que llamaban. Eran unos tíos que venían de Darién cargados de regalos. Dudaron unos minutos sobre dónde poner dos pescados grandísimos que traían para Leocadia. ‘Póngalos en la mesa’, tío, decían los chiquillos, emocionados porque nunca habían visto peces de ese tamaño ni de ese color. Luego salieron todos en busca de Leocadia, quien entró a la iglesia vociferando insultos y arremetió contra todos, incluso golpeó las imágenes que estaban tapadas con telas moradas, todo en señal de duelo absoluto. La sacaron a la fuerza. Tomó otro camino para llegar a su casa, que encontró abierta y solitaria. Llamó en vano a sus hijos. Volteó hacia la mesa y lanzó un grito de pavor que retumbó en los bosques de El Chirriscazo. Con los ojos desorbitados llegó otra vez a la capilla, esta vez entró arrodillada y a duras penas pudieron entenderle que sus hijos se habían convertido en pescados. ‘En la mesa, dos pescado’, alcanzó a decir antes de entrar en una crisis de espanto. Así, con la mirada extraviada, la hallaron los tíos, quienes traían de la mano a los dos niños. Fue duro sacarla de ese estado. Cuando supo el origen de los dos pescados se abrazó a las imágenes antes golpeadas. El Padre del Amor y de la Vida, en su misericordia y fidelidad absolutas, le concedió vida hasta que sus hijos fueron adultos, pero nunca se le borró la mirada de espanto.