- jueves 08 de mayo de 2014 - 12:00 AM
El ruido desesperado de un mazo despertó a los vecinos, quienes corrieron hacia el sitio de donde provenía la bulla y trataron, algunos, de impedir que Rigoberto siguiera tumbando las paredes de la casa donde vivía con Almida, su mujer. Los más bellaquitos se acercaron al hombre del mazo, para tratar de quitárselo, pero Rigoberto les amagó con el pesado objeto y los hizo recular. Uno de los presentes llamó a la Policía, y a pesar de que alertó de que había un hombre amenazando con acabar a mazazos a toda la vecindad, los encargados de proteger y servir llegaron cuando ya Rigobeto había derribado toda la casa.‘Porque ella no merece vivir en esta casa, limpia y honrada’, le dijo a los policías cuando estos le preguntaron por qué había derrumbado la vivienda. ¿Y eso?, le dijo un uniformado con cara de pillo.
‘Porque la encontré anoche detrás de la letrina rochando con otro’, contestó Rigoberto. Los policías lo miraron y le dijeron: Pero, ¿por qué no los lanzó al hueco?, para que hubieran probado el sabor de la caca.
Ellos mismos se rieron de la ocurrencia y, muertos de la risa, subieron al patrulla mientras los vecinos, a rebatiña, desaparecieron los muebles y los trastos de Almida, quien llegó más tarde y se echó a llorar cuando vio su casa vuelta caliche. Mientras la mujer lloraba la casa derrumbada, Rigoberto llegaba a casa de su madre, donde se instaló en una hamaca a contarle a todos por qué había dejado a su mujer y por qué derribó la casa. Fue una semana después que empezó a decir que no estaba 100% seguro de que uno de los bultos que vio detrás de la letrina era su mujer. ‘Mi mujer es caderona y aunque estaba oscuro yo pude ver que la guial esa era estrechita’, decía a toda hora. Su madre lo oía en silencio hasta la tarde en la que dijo que ya estaba casi convencido de que la calenturienta no era Almida, ‘porque mi mujer es del busto grande y esa guial era raquítica de frente’.
¿Y no que los habías visto de espalda y de noche?, gritó la mamá. El hijo contestó que sí, por lo que la vieja le soltó un leñazo mientras le decía que cómo diablos vio si era tetona o no si la dama estaba de espalda. El regaño mantuvo callado a Rigoberto por tres días. Al cuarto, después de pasar desvelado toda la noche, fue donde Almida, que ahora vivía con unas parientes. Y, tembloroso, le hizo la pregunta del millón.
Almidita, ¿verdad que la mujer esa que estaba rochando con ese hombre detrás de la letrina, no eras tú, verdad, mi amor? La mujer, floja de nacimiento, pero con suficientes encantos para conquistar a quien la mantuviera dignamente, lo miró y le acarició la entrepierna. ‘Yo lo único que sé es que yo no era esa mujer, tú viste mal, ’, contestó Almida, y la respuesta bastó para borrar cualquier duda en la mente de Rigoberto, a quien al día siguiente vieron tirando pico para levantar, otra vez, la casa para Almida.