Jairo y las dos maletas
- lunes 19 de mayo de 2014 - 12:00 AM
La hambruna de sábanas que campea entre quienes se ven obligados a alejarse de sus parejas por razones de trabajo alcanzó a Jairo y a Ludovina, varios añitos mayor que él, pero que no impidieron que se engancharan porque, según el propio Jairo, en esas soledades: lo que sea, pa’ la paila.
Mientras ellos, bien lejos de su casita, se entendían en una relación más íntima que la de vecinos, en otra provincia una mujer empezó a sospechar que no todo andaba en orden en el pensamiento de su marido. ‘Jairo ya no llega hambreado como antes, que quería tumbarme en la misma puerta’, le dijo Viviana a su amiga, que aconsejó que se le apareciera de repente al pecador.
Inquieta, pero con el ánimo firme para ir a pelear a su hombre, llegó a tomar el transporte. ‘Salimos en quince minutos’, le dijo el ayudante del conductor, a quien le dio todos los datos para que la dejara en la parada frente al sitio donde se hospedaba su marido. ‘No se preocupe, yo sé bien dónde es ese hospedaje, allí vive un montón de gente de acá, etc., etc.’, anunció el transportista y Viviana se sentó.
Tuvo que esperar media hora para partir. En el camino oyó muchas veces a una mujer mayor que ella decir a cada rato: ‘Papi, voy por tal punto, bye, bye, cielito’.
Dos veces volteó a verla, y aquella le sonrió una vez y le dijo: ‘Es que mi marido me monitorea en todo el viaje, así calcula con exactitud a qué hora llegaré’. Viviana no le contestó, pero le pareció que la damita tendría algún meneo cachimbón o quién sabe qué, porque con tantos años encima todavía le marcaba el paso al marido.
Eran casi las diez de la noche cuando el bus transitaba por la carretera solitaria y oscura. Ya va llegando, le dijo el secretario a Viviana.
‘Papi, llego en dos minutos’, se oyó decir a la mujer de las llamadas. Y así mismo fue: una detrás de la otra bajaron las dos mujeres.
‘Papi’, dijo una; ‘Jairo’, exclamó Viviana.
Al hombre se le cerró la garganta y no pudo decir nada. Ludovina lo abrazó, pero enseguida Viviana la empujó impidiéndole besarlo. ‘Respeta, cabrona, es mi marido’, gritaba la esposa.
‘Era, mi hijita, ahora es mío y no creas que te lo voy a dejar así por así’, decía Ludovina, que fue la primera en pegar y darle la maleta a Jairo.
‘De lo que traes, llevas, zorra, adúltera, quitamaridos’, gritó Viviana y soltó su maleta que puso en las manos de su marido, que seguía mudo.
Se agarraron las melenas y rodaron en un cuerpo a cuerpo cerrado, sin árbitro ni azuzadores. Jairo no tuvo pantalones para enfrentarlas, y con una maleta en cada mano se encerró en su alquiler, mudo y pálido.
De allí lo sacaron varios policías al amanecer, cuando llegaron avisados por los otros inquilinos, a quienes despertaron los gritos de muerte que daban las dos mujeres peleándose al marido cobardón, que luego renunció al trabajo y volvió con su esposa.