Hija de borrachón, esposa de gorrero

En el trabajo lo evitaban, salían por lugares diferentes para ‘perderlo’ o se retiraban del bar si lo veían llegar
  • viernes 16 de mayo de 2014 - 12:00 AM

Aldo nunca olvidó el canto Doña Semana; pero en su paso por la vida, en el día inolvidable aquel en el que probó la primera fría, le cambió la letra a la canción, y, desde el viernes hasta el domingo, cantaba ‘día para refrescarse o día cervecero’. Ese placer rompebolsillo rapidito le acabó los ahorros y le generó deudas, tantas que, con dolor en el alma, se convirtió en gorrero.

En el trabajo lo evitaban, salían por lugares diferentes para ‘perderlo’ o se retiraban del bar si lo veían llegar. ‘Todo lo que se hace en esta vida, en esta misma vida se paga, hoy soy yo el sediento, mañana podrían ser ustedes’, decía Aldo cuando los compañeros lo chifeaban. Pronto llegó a la empresa un nuevo empleado: Domingón, de maneras suaves y aliento a alcohol, razón por la que no necesitó investigar quiénes eran los cerveceros, ellos llegaron solitos y se presentaron para inscribirlo en el clan. La primera salida es hoy, le dijeron y le explicaron la logística: ‘dos salimos en carro, otro por la salida lateral y tres por el frente, nos encontramos en El Oasis’.

‘Podemos irnos todos en mi camioneta’, dijo Domingón, pero le advirtieron que era para despistar a Aldo, el gorrero. ‘Ese no tiene ni un centavo partido por mitad para pagar una ronda’, le dijeron, pero Domingón argumentó que si el compañero estaba en la podrida había que ayudarlo, que no hay condición más triste para un hombre que sentir la garganta seca y no poder darle lo que pide. ‘¿Entonces?, qué propones’, le preguntaron. ‘Bueno, ¿y ese Aldo está casado?’, preguntó Domingón. Los otros dijeron al mismo tiempo: ‘Ese muerto de hambre está soltero, no ha nacido la que quiera unirse a ese borrachín de bolsillo pelado’. ‘Yo pago las rondas que le toquen a él’, afirmó el recién llegado y lo llamó.

A Aldo se le aguaron los ojos cuando subió a la camioneta. ‘No lo puedo creer, este compañero sí es de verdad, como Dios manda’, pensaba en el camino. Su felicidad aumentó hasta convertirse en euforia a medida que bajaba cerveza tras cerveza. De la alegría extrema pasó a un dulce sueño, del que despertó porque sentía un cuerpo robusto pegado al de él. Iba a preguntarle quién era y dónde estaba, cuando Domingón entró a la habitación y le reclamó que había perjudicado a su hija, que eso se pagaba con cárcel o con matrimonio.

‘No entiendo nada ni sé donde estoy’, decía Aldo. La respuesta de Domingón se oyó enseguida: ‘Cómo que no sabes, estabas tan borracho que te traje para mi casa, y mira lo que hiciste, te dejé durmiendo en la sala y te metiste al cuarto de mi hija señorita, así que elige: te casas ya con ella o llamo a la Policía’. ‘Yo era señorita, papi’, gritaba sin parar la muchacha. Aldo preguntó, también a gritos, ‘dónde está la sábana’. Le trajeron, para su desconsuelo, una colcha manchada de rojo. Tuvo que sentarse de nuevo en la cama supuestamente deshonrada. Así, sentado y derrotado, exclamó: ‘Me caso con su hija, señor Domingón’.