Domingo de charol
- domingo 27 de abril de 2014 - 12:00 AM
Domitilia miró recelosa a su marido Evaristo, que llevaba rato limpiando sus zapatos: los únicos que había comprado en 40 años de vida marital y que usaba solo para las elecciones o para una ocasión muy especial. ‘¿Y eso, viejo?’, le preguntó.
El hombre no contestó. Absorto contemplaba sus zapatos. ‘Están listos’, dijo al rato. ‘¿Y eso, viejo?’, repitió Domitila. ‘¡Me voy donde el curandero, necesito que me dé algo para los gases, ya ni yo mismo me aguanto, por eso es que ya no duermo con usted!’, contestó él y lustró otra vez el calzado.
‘Ay, viejo, pero por esos gases no se apene, usted sabe que yo lo quiero siempre, como venga. Sea hediondo o sea oloroso’, aseguró la mujer, cuyo amor había sobrevivido 40 años de vida común. Luego añadió pensativa: ‘Pero, ¿por qué va enzapatado, si usted siempre anda encutarrao?’.
‘Porque dice la Biblia que aunque uno esté enfermo hay que disimularlo’, aseguró Evaristo y se puso sus zapatos. Ratito después salió perfumando, dejando a su mujer con el pensamiento largo.
Así estaba cuando llegó la hija mayor, a quien también le pareció muy raro que su padre saliera enzapatado a ver al curandero. ‘Aquí hay gato encerrado mamá, vamos allá mismo, a ver qué es lo que es’. Llegaron al ‘consultorio’, donde había muchos clientes, pero por ningún lado estaba Evaristo.
Preguntaron por él a los pocos conocidos, quienes negaron haberlo visto. Un chiquillo que acompañaba a la abuela dijo: ‘Yo vi al señor Evaristo en el minisúper, llevaba un cartuchao de cosas’.
Se calló porque la abuela le dio un pellizcón. ‘¿Qué más llevaba, para dónde se fue?’, insistieron madre e hijas, pero el pelao fingió no oírlas, por lo que ambas se fueron. Luego consultaron a una billetera, esa dijo que Evaristo cogió un taxi y que llevaba muchos cartuchos.
No se supo quién fue el bocón, pero antes de que jugara la lotería lo hallaron en la casa de Ludovina, la última viuda del pueblo a la que muchas envidiaban y otros admiraban por su trasero descomunal.
Los dos conversaban amenamente en una hamaca: Evaristo parecía feliz oyéndola. Verlas y disparársele la presión ocurrieron simultáneamente. La viuda se metió a la casa y cerró la puerta, dejando a Domitila y a su hija enredada con el paquete de Evaristo, que estaba rígido y sin habla.
Los gritos de las dos mujeres atrajeron un vecino, entre los tres lo subieron a un carrito viejo y lo llevaron al hospital. En el camino el ayudante sugirió que pasaran donde el curandero a ver si este podía darle los primeros auxilios, pero Domitila dijo que no, fue un no rotundo lleno de rabia.
En urgencias lo pasaron en seguida. La esposa oyó decir que parecía un infarto, pero preguntó temerosa: ‘¿Son los gases, verdad doctor?’. El galeno la miró como a tonta y gritó: ‘¡Qué gases ni qué gases, eso es un infarto, señora! ¡Y salga, por favor espere afuera, pero quítele esos zapatos!’.
Desolada, y con un zapato de charol en cada mano, salió Domitila a esperar junto a su hija noticias del enfermo.