Amores prohibidos

Y decidida a todo aceptó encontrarse con él, debajo del guayacán florido, más allá de la quebrada.
  • miércoles 01 de abril de 2015 - 12:00 AM

El apartado paraje, poblado de guayacanes amarillos, parecía estar resguardado de miradas indiscretas, allí, Jacinta, casada desde añales con don Eustorgio, daba rienda suelta a la pasión turbulenta que le desordenó todos sus pensamientos la tarde en que Raquelita, su hijastra, llegó de la capital y les presentó a su marido, Javier. La visita se suponía que era corta, pero en tres días la pareja decidió quedarse en El Chirriscazo, y don Eustorgio sintió que se completaba su felicidad, satisfacción que demostró comprándole una casa a su hija, quien comentó que su marido estaba encantado en el pueblo.

Padre e hija se abrazaron felices, ninguno captó las emociones mutuas que surgieron cuando Javier le estrechó la mano a Jacinta en señal de agradecimiento por el regalo de la nueva vivienda.

Ninguno pudo presentir la emoción de ella al mirar la robusta contextura del marido de Raquelita ni nadie supo nunca que en ese fugaz momento, Jacinta estableció comparaciones y empezó a olvidar que su marido estaba viejo y que cualquier disgusto podría pararle la máquina, y ya no pensó más que en estar con su yerno político.

Y decidida a todo aceptó encontrarse con él, debajo del guayacán florido, más allá de la quebrada.

Y mientras la menuda lluvia amarilla caía sobre sus cuerpos ardientes y desesperados, que no parecían saciarse, en dos casas del pueblo, padre e hija empezaban a extrañar la ausencia de sus cónyuges. Y, sin ponerse de acuerdo, llevados ambos por el presentimiento y los celos, salieron a caballo, a buscarlos.

Penetraron entre la tupida arboleda por diferentes puntos, por lo que no se encontraron hasta casi una hora después, cuando Raquelita escuchó el ladrido continuo del viejo perro de su padre.

‘El perro viejo, cuando ladra, da consejo’, pensó y quiso regresar a su casa, pero una huella de zapatilla le clavó un puñal en el corazón. Fue en ese momento que divisó a su anciano padre y salió a su encuentro. ‘Deben estar más allá de la quebrada’, le dijo el viejo y ella comprendió que ya él sabía todo. Se miraron a través de sus lágrimas y callados continuaron su búsqueda.

Al llegar a una parte intransitable para las bestias, las dejaron y continuaron a pie.

A escasos metros, don Eustorgio pudo observar la belleza del cuerpo desnudo de su mujer, que ladeada cubría al amante como protegiéndolo.

Y avanzó tan cerca que podía oír las exclamaciones placenteras de Jacinta, sobre cuya desnudez, más hermosa que nunca, asestó el primer garrotillazo y descargó su furia, uno tras otro, en la anatomía desprovista de ropa de su yerno, pese a las súplicas de las dos mujeres, quienes, unidas por el amor hacia el hombre que sangrante solo trataba de cubrirse su parte más viril, que era el punto que buscaba don Eustorgio, lograron sujetar al padre, una, y al esposo, la otra.

Solo unos segundos estuvo el viejo en esta condición, porque ambas, en cuanto vieron al amado huir entre el monte con la ropa en la mano, corrieron a alcanzarlo, dispuesta cada una a hablarle de su amor.

Javier no escuchó a ninguna, a manotazos las apartó y continuó su camino indiferente al dolor de ellas, que no volvieron a acordarse del viejo hasta que, casi al anochecer, vieron regresar al caballo, pero sin jinete. Para esa hora, ya Javier iba lejos, decidido a no volver ni al hogar ni a los brazos de la amante.

A don Eustorgio lo rescataron los vecinos, a media mañana del día siguiente, cuando se supo el suceso y ni la esposa ni la hija sabían de él.

Dijeron luego los caritativos hombres, que al don lo habían encontrado llorando y que a ratos conversaba, al parecer, con su difunta esposa Raquel, a quien le pedía que viniera pronto a buscarlo.

Al llegar a su casa en brazos de los moradores, no reconoció ni a Jacinta ni a Raquelita.

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Comparaciones: Esos brazos y ese pecho, para nada como los de mi marido.

Tajonazos: Quítense, que quiero golpeárselo, pa’ que se le joda pa’ siempre…

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