Del tambor al ‘brunch’: La limpieza estética del Casco Antiguo

El arte popular, ese que nace de la calle y no del marketing, ha sido domesticado.
  • 22/08/2025 00:00

Desde los balcones restaurados del Casco Antiguo, se alzan copas de vino importado mientras se disparan selfies entre ruinas maquilladas. Todo parece perfecto. Pero bajo esa postal de “renovación” se esconde una verdad incómoda: el Casco ha sido despojado de su esencia, y el arte popular —ese arte que nació en la calle, con la gente, para la gente— ha sido exiliado, borrado y silenciado.

Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, símbolo de resistencia colonial, ruina romántica y barrio obrero, hoy se presenta como postal de lujo y capital estética para un público privilegiado. El proceso que lo ha transformado —la gentrificación— no es solo económico o urbanístico: es profundamente simbólico, y en el centro de esa disputa se encuentra el arte.

De barrio vivo a escenografía limpia

Antes del blanqueo estético, el Casco era casa de familias enteras que colgaban ropa en balcones desvencijados, niños que jugaban entre escombros coloniales, y vendedores ambulantes que voceaban frituras frente a muros centenarios. También era cuna de expresión cultural espontánea: tambores, calipsos, danzas improvisadas en esquinas sin pavimentar. Un arte de calle, de comunidad, de necesidad.

Hoy, ese Casco ha sido reemplazado por cafés de brunch con tostadas de aguacate a $14, galerías de arte importado, y tiendas conceptuales con precios inalcanzables para quienes antes habitaban el barrio. Pero más grave aún: se ha eliminado sistemáticamente toda traza del arte que no responda al nuevo “gusto” globalizado.

Arte como víctima y cómplice

El arte no está ausente del proceso: es víctima, pero también instrumento de blanqueo cultural. Los murales cuidadosamente curados, las galerías austeras y los espectáculos financiados por marcas de lujo, que se multiplican en el Casco, no son neutrales. Son operaciones de poder: seleccionan qué arte merece mostrarse, quién puede producirlo y, sobre todo, quién puede consumirlo.

El arte popular, ese que nace de la calle y no del marketing, ha sido domesticado.

La expulsión estética

La gentrificación no solo desplaza cuerpos: desplaza imaginarios. No basta con que los antiguos residentes sean desalojados o forzados a migrar por alzas de alquiler; también deben ser expulsadas sus formas de habitar el espacio y de hacer arte. Se trata de una tecnología de control del deseo y del discurso: qué tipo de belleza puede tolerarse, qué formas de arte son consideradas “ruido” y cuáles merecen subvención.

En el nuevo Casco, lo feo se disimula, lo pobre se convierte en amenaza, y lo popular se transforma en “experiencia cultural curada”. Es el fetichismo del folclore sin el folclorista.

Costo de la belleza ordenada

Quienes defienden la “renovación urbana” argumentan que el Casco hoy está más limpio, más seguro, más bonito. Pero ¿a qué costo? ¿Y bonito para quién? La belleza que impone la gentrificación es una belleza ordenada, higiénica, excluyente. Una estética burguesa disfrazada de cosmopolitismo. Lo que se pierde no es solo población ni arte popular: se pierde autenticidad, espontaneidad, conflicto. Se pierde verdad.

El arte tiene la capacidad de redistribuir lo sensible, de alterar lo que es visible, audible y decible en una sociedad. Pero cuando se convierte en adorno de proyectos inmobiliarios o excusa para turismo cultural superficial, esa potencia se pervierte. El arte deja de incomodar para decorar; deja de denunciar para entretener.

El Estado, por su parte, ha sido cómplice silencioso. La Autoridad de Turismo promueve al Casco como “escenario encantador para experiencias únicas”, sin mención del desalojo de centenares de familias ni de la desaparición de expresiones culturales vernáculas. El arte solo importa cuando vende país, no cuando reclama justicia.

¡Qué vuelva el tambor!

El Casco Antiguo no necesita más arte decorativo. Necesita recuperar su rugido y su voz. Necesita que el tambor vuelva a sonar en la calle sin permisos. Que la danza vuelva a nacer en la esquina sin auspiciadores. Que el arte popular vuelva no como nostalgia, sino como potencia viva.

Lo bello no es lo limpio y el Casco no merece ser una galería vacía para turistas con tarjetas black. Merece ser barrio, cuerpo y alma. Merece ser arte popular de verdad.