Panamá vuelve al Mundial

  • 22/11/2025 00:00

Con toda honestidad, yo también formé parte de ese grupo de panameños que veía con pesimismo el camino hacia el Mundial. No porque dudara del talento, sino porque las eliminatorias siempre nos obligan a medirnos con nuestras propias inseguridades. Sin embargo, allí, bien guardado, mantenía un rayito de esperanza. Y fue precisamente en el Rommel Fernández, tras la victoria ante El Salvador, cuando ese pequeño destello desató la marea roja que llevaba tiempo contenida dentro de mí.

Antes del arranque del proceso mundialista, muchos pensaron —erróneamente— que Surinam sería un “bistec de dos vueltas”, como solemos decir. Pero el fútbol se encargó de recordarnos que nada está escrito. Ese duelo fue el primer aviso de que la ruta no sería sencilla. Desde entonces vivimos una montaña rusa emocional: manos en la cabeza, corazones acelerados, frustración y alivio... pero siempre, siempre, alentando a la selección.

Es cierto: no perdimos partidos, pero los empates también duelen. Duelen cuando se juega en casa, cuando la pelota no entra, cuando la grada suspira y queda ese sinsabor de lo que pudo ser. Los jugadores —y Thomas Christiansen— sabían que cada partido era una prueba de fuego. Percibían la presión del público, de los comentaristas locales y extranjeros, de quienes analizan cada pase y cada error con lupa y memoria larga.

Pero al final, el fútbol es esto: pasión, desahogo, orgullo. Es un sentimiento que nos une incluso en la duda y que hoy nos permite celebrar un logro que no es menor. Volvemos al Mundial, y es un buen momento para sentirse profundamente panameño, para recordar que el camino difícil también cuenta historias.

Ahora solo queda esperar ese primer partido en 2026. Y, esta vez, que la esperanza no vuelva a quedarse pequeña: que sea una marea desde el principio.