Treinta y ocho ojos vieron cómo mataban a Kitty

  • 19/10/2025 00:00

Aquella noche, la ciudad dormía bajo una sábana helada. El viento, gélido y áspero como un cuchillo sin filo, recorría las calles de Queens arrastrando los murmullos de la noche. En el corazón de Kew Gardens, un Fiat rojo se deslizaba silencioso, como si presintiera que la oscuridad tenía hambre.

Kitty Genoveve , una muchacha de sonrisa fácil y andar veloz, regresaba a casa tras cerrar el bar. Sus pasos eran conocidos por el asfalto, sus llaves tintineaban como campanas de advertencia. Pero esa madrugada, no estaba sola.

Una sombra la seguía. Un hombre sin rostro, con los ojos huecos por donde se colaba la noche misma. Winston, se llamaba... pero bien podía haberse llamado Hambre, porque eso era: un apetito suelto, un abismo con forma humana. Lo que lo movía no era rabia, ni necesidad. Era un impulso tan frío y limpio como el metal de su cuchillo.

A las 3:15, el primer alarido se desgarró en la penumbra como un trapo viejo.

“¡Ayuda!”, gritó la voz.

Pero las ventanas estaban cerradas. Las cortinas eran más gruesas que la compasión. Alguna luz titiló. Un rostro se asomó. Luego se apagó.

“¡Deje en paz a esa muchacha!”, gritó un hombre desde el décimo piso, sin abrir más que un centímetro de su persiana.

El asesino huyó unos pasos, se perdió en las sombras.

Kitty, rota pero viva, se arrastró hacia la puerta trasera de su edificio. Sus manos sangraban. Su aliento empañaba los cristales. Estaba tan cerca...

Y entonces él volvió.

Como un animal que huele su presa moribunda, Moseley regresó con calma. Ya no necesitaba correr. Nadie miraba. Nadie escuchaba. Nadie abría.

En el vestíbulo, el tiempo se detuvo. La ciudad entera se volvió cómplice. El cuchillo descendió una, dos, diez veces más. Sus dedos temblorosos trataron de detenerlo, pero sus fuerzas eran un eco. Allí, sobre un suelo sucio de mármol, la carne se entregó al horror, el alma fue arrancada, y la dignidad... ultrajada.

No muy lejos, una radio subió de volumen para callar los gritos. En otro piso, un hombre pensó en llamar... pero no quería “involucrarse”. Otro más miró por la mirilla y se alejó a preparar café.

Treinta y ocho ojos. Treinta y ocho puertas cerradas. Treinta y ocho razones para creer que el infierno no está bajo tierra, sino arriba, en los pisos altos, donde el miedo se disfraza de indiferencia.

Fue Karl Ross quien, finalmente, levantó el teléfono con manos temblorosas. La policía llegó. Las luces rojas y azules pintaron el rostro de Kitty mientras la vida se le escapaba a borbotones, como si también ella quisiera huir de aquel vecindario mudo.

Murió en la ambulancia, y la ciudad volvió a dormir.

Días después, un periódico imprimió un titular que escupía acusaciones:

“38 personas vieron un asesinato y no llamaron a la policía”.

Un número que se convirtió en maldición, en símbolo, en espejo sucio.

No todos vieron. No todos supieron. Pero nadie salvó.

Y esa fue la condena.

El asesino habló. Dijo que sólo quería matar a una mujer. Dijo que besó a su esposa antes de salir. Que condujo sin prisa. Que eligió. Que acechó. Y que disfrutó.

Fue encarcelado a perpetuidad, sí. Pero el verdadero juicio no era el suyo.

Era el de los otros.

Porque en Kew Gardens, aquella madrugada de marzo, no sólo mataron a Kitty Genovese. Mataron también la fe en el prójimo.

Y el eco de sus gritos, aunque ahogado por décadas de análisis, titulares y negaciones, aún resuena entre los ladrillos de ese vecindario:

“¿Hay alguien ahí?”

Silencio.