María Cash: una herida que no cierra
- 01/06/2025 07:00
El 4 de julio de 2011, María Cash, una joven diseñadora de 29 años, abordó un autobús en la terminal de Retiro, en Buenos Aires, rumbo al norte del país. Su destino final era Jujuy, donde pensaba vender ropa de diseño propio y visitar a un amigo. Cuatro días después, desapareció sin dejar rastro. Trece años más tarde, su paradero sigue siendo un misterio.
Su historia es una de las más enigmáticas y conmovedoras de la crónica policial argentina. No hay cadáver. No hay confesión. No hay certezas. Solo pistas sueltas, imágenes borrosas y el dolor persistente de una familia que nunca dejó de buscar.
María era una mujer sensible, con un estilo de vida bohemio. Estaba atravesando un momento personal difícil. Según su familia, se sentía desanimada y confundida. No avisó que iba a viajar, lo hizo sola y sin un plan claro. Viajó hacia el norte en autobús, pero el 6 de julio se bajó en Rosario de la Frontera, en Salta, antes de llegar a su destino final. Allí comenzó su errático trayecto.
Perdió su equipaje, lo que incluía su cédula y otros documentos. Aun así, siguió viajando. Se reportó que estuvo en Santiago del Estero, luego volvió a Salta. Dormía en estaciones, pedía ayuda en la calle. Varios testigos afirmaron que la vieron desorientada, como si estuviera atravesando una crisis emocional o psicológica.
El 8 de julio fue vista por última vez con vida. Las cámaras de seguridad de una estación de peaje captaron a María en un estado visiblemente alterado. Poco después, hizo autostop en la ruta 34, en las afueras de Salta, y fue recogida por un camionero: Héctor Antonio Romero. A partir de ahí, el misterio se volvió insondable.
Romero declaró que dejó a María en una finca llamada “El Estanque”, cerca de la localidad de Joaquín González. Con el tiempo, cambió su versión en varias ocasiones. En una dijo que ella bajó del camión sola. En otra, afirmó que pidió bajarse porque no se sentía bien. En una tercera, que la llevó más lejos de lo que había dicho al principio. Su teléfono registró llamadas y movimientos sospechosos ese mismo día. Pero nunca se encontraron pruebas directas en su contra.
La justicia lo trató durante años como testigo. Sin embargo, en noviembre de 2024, trece años después de la desaparición, la causa se reactivó y Romero fue detenido. La fiscalía lo acusó de “homicidio agravado por alevosía”. Pero la falta de pruebas firmes llevó a que en abril de 2025 se le concediera el arresto domiciliario. El caso volvió, una vez más, a quedar en el limbo.
Desde el primer momento, la familia de María luchó por encontrarla. Su padre, Federico Cash, recorrió el país pegando carteles, dando entrevistas, reuniendo pistas. En cada ciudad donde alguien decía haberla visto, él iba. Hasta que en 2014, en plena búsqueda, murió en un accidente automovilístico en La Pampa.
Su muerte fue otro golpe brutal en una historia que ya dolía demasiado. La familia siempre sospechó que María no desapareció por voluntad propia. Se habló de trata de personas, de un brote psicótico, de la posibilidad de que alguien la hubiera secuestrado aprovechándose de su vulnerabilidad. Ninguna hipótesis se pudo confirmar. Tampoco se descartó del todo.
Decenas de personas aseguraron haberla visto en diferentes provincias. Algunas decían que pedía ayuda, otras que vivía en la calle, otras que estaba con un grupo extraño. En un caso incluso una mujer aseguró haber hablado con ella y que María le dijo que no podía volver porque “la estaban buscando”. Pero ninguna pista llevó a nada concreto.
La desaparición de María puso en evidencia la desorganización del sistema de búsqueda de personas en Argentina. No había un protocolo claro. Cada provincia actuaba por su cuenta. Las bases de datos no se cruzaban. La familia tuvo que insistir para que Interpol emitiera una alerta. La inacción de las autoridades fue evidente.
En Argentina, cada año desaparecen miles de personas. La mayoría aparece a los pocos días, pero muchos casos quedan irresueltos. María se convirtió en el rostro de esa falla estructural. Su imagen —joven, delgada, de ojos grandes y profundos— fue reproducida en afiches, redes sociales, noticieros y hasta en la televisión pública.
Su caso inspiró marchas, reformas legales y campañas de concienciación. Pero ninguna medida pudo cambiar la verdad: nunca se supo qué pasó con ella.
Qué fue de María. Esa sigue siendo la pregunta que nadie puede responder. ¿Murió ese mismo día? ¿Fue víctima de trata? ¿Tuvo una crisis emocional y escapó de su propia vida? ¿Fue asesinada y su cuerpo nunca apareció? Las hipótesis son muchas. Las respuestas, ninguna.
En noviembre de 2024, la reapertura del caso trajo esperanza. La fiscalía centró sus esfuerzos en revisar las pruebas con tecnología actual. Analizaron celulares, llamadas, redes sociales. Incluso se utilizó inteligencia artificial para reconstruir movimientos. Pero sin cuerpo, sin confesión y sin testigos clave, todo sigue siendo especulación.
Hoy, en cada aniversario, su familia y amigos la recuerdan con una mezcla de amor, dolor y rabia. Su madre ha continuado el reclamo por justicia. Sus hermanos mantienen viva la memoria. Y su nombre es citado una y otra vez como símbolo de todas las mujeres que desaparecen sin que nadie pueda —o quiera— encontrarlas.
En la calle, su imagen aún aparece en postes de luz, en murales, en redes sociales. Aunque hayan pasado más de diez años, nadie se resigna.
Porque cuando una persona desaparece, no solo se esfuma un cuerpo: se quiebra una familia, se derrumba la confianza en las instituciones y se instala, para siempre, una pregunta sin respuesta.
En Panamá hay casos casos como el de María.