La serena vida del “monstruo de Ecatepec”

Detención
  • 26/10/2025 00:00

El impacto mediático fue inmediato y masivo. Los medios nacionales e internacionales cubrieron el caso con detalle

En octubre de 2018, la ciudad de Ecatepec, Estado de México, se estremeció con la detención de un hombre que pasaría a la historia como uno de los asesinos seriales más macabros del país. Juan Carlos Hernández Bejar, de 33 años, fue arrestado junto a su pareja, Patricia Martínez Bernal, tras descubrir restos humanos en su vivienda. Lo que parecía una casa común se convirtió en escenario de un horror indescriptible, donde Hernández había cometido múltiples crímenes entre 2012 y 2018.

La captura ocurrió cuando la policía sorprendió a Hernández transportando restos humanos en una carriola. Ese hallazgo llevó a un registro exhaustivo de su vivienda, donde se encontraron cubetas con partes de cuerpos y pertenencias personales de las víctimas. La escena parecía salida de una película de terror: objetos cotidianos mezclados con indicios del más absoluto horror. Los vecinos, aterrados, no podían imaginar que allí se escondieran actos de tal crueldad.

Durante los interrogatorios, Hernández confesó haber asesinado a varias mujeres por odio hacia ellas. Afirmó que el Diablo le había ordenado cometer los crímenes y que su objetivo era alcanzar cien víctimas. Incluso reveló que vendía huesos de sus víctimas a personas que practicaban rituales de santería. La mezcla de superstición y fanatismo convirtió su historia en un caso emblemático de violencia extrema.

Lo que hizo aún más perturbador el caso fue la aparente normalidad con la que Hernández y su pareja convivían con sus hijos, mientras ocultaban sus crímenes. Nadie sospechaba de los ruidos extraños, del vaivén de desconocidos entrando y saliendo o de las desapariciones de jóvenes en la comunidad. Este aspecto del caso evidenció la facilidad con la que un asesino puede integrarse a la vida cotidiana y manipular la percepción de quienes lo rodean.

El impacto mediático fue inmediato y masivo. Los medios nacionales e internacionales cubrieron el caso con detalle, resaltando la brutalidad de los crímenes y el contraste entre la vida diaria de los perpetradores y la violencia que ejercían en secreto. La noticia sacudió a México, donde se generó un debate sobre violencia de género, impunidad y la capacidad del sistema judicial para detectar y sancionar a criminales de esta magnitud antes de que cometieran múltiples asesinatos.

El juicio de Hernández atrajo la atención nacional. En 2019, fue condenado a 70 años de prisión por los asesinatos de las mujeres. Su pareja, Patricia Martínez, también recibió sentencia por su participación en los crímenes. La sentencia representó un cierre parcial a una historia que dejó cicatrices profundas en las familias de las víctimas. Sin embargo, la magnitud de los actos generó reflexión sobre los vacíos en la prevención de la violencia y la necesidad de políticas públicas más efectivas.

El caso de Hernández expuso un fenómeno inquietante: la combinación de violencia, superstición y manipulación psicológica. Sus crímenes no solo se fundamentaron en el deseo de controlar o eliminar a sus víctimas, sino que incorporaban elementos de rituales, creencias esotéricas y una lógica retorcida que lo llevó a justificarse de manera casi sobrenatural. Su figura trascendió la esfera del delito común y se convirtió en un referente de lo macabro.

Las autoridades reconocieron que estos crímenes reflejaban deficiencias sistémicas: falta de comunicación entre instituciones, insuficiencia en el seguimiento de desapariciones y una cultura de impunidad que permite que los crímenes se prolonguen. La sociedad, a través de medios, organizaciones civiles y redes de apoyo, comenzó a exigir más rigor y eficiencia en la prevención de feminicidios y protección de personas vulnerables.

Hoy, el nombre de Juan Carlos Hernández, “El Monstruo de Ecatepec”, permanece en la memoria colectiva como símbolo de horror y alerta. Su historia se utiliza para mostrar cómo la violencia extrema puede ocultarse detrás de una vida aparentemente normal y cómo la combinación de fanatismo, desequilibrio y falta de vigilancia puede convertir a una persona en un asesino serial que aterroriza a toda una comunidad.

Este caso recuerda que el mal puede residir en lo cotidiano, en casas comunes y barrios aparentemente tranquilos, y que la lucha contra la violencia requiere vigilancia, denuncia y acción de todos los sectores de la sociedad. La historia de Hernández impacta no solo por la crueldad de sus actos, sino por la capacidad de engañar a su entorno y aprovechar la indiferencia de quienes lo rodean.