“La bolsa maldita” que desató un crimen en Calidonia

Día fatal
  • 07/09/2025 00:00

El sol apenas rompía la bruma espesa de la mañana cuando los gritos comenzaron a rasgar el silencio del terreno baldío frente a la empresa Tecnasa, en Calidonia. No era raro que los ecos de discusiones se mezclaran con el olor rancio del cartón mojado y el sudor agrio de los sin techo que allí se apiñaban, compartiendo miserias y migajas de una ciudad que hace tiempo los había olvidado.

Pero esa mañana del 9 de octubre de 2018, algo distinto flotaba en el aire. Algo negro. Algo inevitable.

Los llamaban ‘Ciper’ y ‘El Flaco’. Nadie sabía sus nombres verdaderos, ni de dónde venían. Como sombras, aparecían y desaparecían entre las calles de Calidonia.

Lo único que sabían los demás era que esa bolsa —raída, sucia, sospechosamente inflada— era motivo de deseo. Unos decían que contenía pasta base. Otros, que llevaba en su interior una maldición. Pero para ellos, en su mundo sin reglas ni dioses, valía más que la vida.

Y así empezó

Primero fueron los insultos, rastreros y viscerales, cargados de odio viejo. Luego los empujones. Un pie mal dado. Un escupitajo. Y finalmente, la cacería. ‘El Flaco’ corrió hacia la avenida Frangipani, mascullando amenazas. ‘Ciper’ lo siguió como un perro rabioso, los ojos inyectados, la respiración como un fuelle.

Los testigos, habituados a la violencia, observaron en silencio. Nadie se metía. Nadie intervenía. En esas calles, la ley la dictaban los que no tenían nada que perder.

Cuando llegaron cerca del poste de luz, el destino decidió cobrar su precio. ‘Ciper’, con una agilidad desesperada, sacó de entre sus harapos una tijera oxidada de mango negro. Fue un movimiento seco, brutal. Un golpe certero al abdomen. ‘El Flaco’ cayó de rodillas con un sonido ahogado, como si el alma se le escapara por la herida. Pero no fue suficiente. Dos palazos más. Uno en la espalda. Otro en el cuello.

Y entonces, el asesino simplemente... se marchó. Caminando tranquilamente hacia la Avenida Nacional, como si acabara de terminar una rutina más. Suéter negro sin mangas. Gorra calada hasta las cejas. La bolsa maldita, ahora suya.

‘Ciper’ quedó tirado en el suelo. Su cuerpo sin vida, la tijera clavada como una estaca junto a él, como si la tierra misma quisiera tragarse la escena y olvidarla. Pero no lo hizo.

Minutos después, llegaron las sirenas. El 911. La policía. Tarde, como siempre. El asesino ya era un espectro entre los callejones. Lo buscaban por todas partes. Sabían quién era: un recién salido de prisión, conocido en los informes como reincidente, en las calles como un demonio suelto. Pero no lo hallaron.

Entre los curiosos apareció un hombre: “Soy su hermano”, dijo con voz quebrada. Fue llevado junto a otros testigos a la subestación de Calidonia. Preguntas sin respuestas. Miradas que no se cruzan. Y el cadáver, aún tibio, esperando que lo recojan como se recoge la basura al final del día.

Pero nadie hablaba de la bolsa. Nadie se atrevía.

Ecos de una ciudad rota

En las entrañas de Calidonia, los indigentes siguen sobreviviendo, como ratas en un naufragio eterno. Los vecinos denuncian. El Municipio promete. Los operativos se hacen. Dos veces por semana, dicen. Algunos son llevados a centros de rehabilitación, otros simplemente desaparecen... hasta que vuelven.

“El día que se controle la droga, se termina el problema de los indigentes”, sentenció un funcionario con voz hueca.

Pero la ciudad sabe que no es verdad. Porque hay bolsas como esa en cada esquina. Porque hay manos dispuestas a matar por ellas. Y porque en lugares como ese terreno baldío frente a Tecnasa, el infierno ya no está bajo tierra... camina entre nosotros.

Y tiene hambre.