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Panamá

Niños enfrentan el mar por su derecho a la educación

Niños enfrentan el mar por su derecho a la educación

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miércoles 30 de septiembre de 2020 - 4:05 p.m.

Karina y Eleazar, dos niños de la etnia Ngäbe-Buglé, al occidente de Panamá, escenifican el drama que viven muchos estudiantes de zonas remotas para trasladarse a la escuela, desafiando el mar en pequeñas canoas impulsadas con la fuerza de sus pequeños cuerpos y motivados por la esperanza del respeto a su derecho a la educación

Fue una tarde lluviosa a inicios del mes de septiembre cuando recibí en mi celular una foto que captó mi atención. Tres niños uniformados viajaban en una pequeña canoa, pero alrededor de ellos solo se divisaba agua (clara evidencia de que no navegaban en un río, sino en mar abierto). ¿Dónde es eso?, pregunté a la persona que me estaba compartiendo la imagen. Aquella fue la primera de varias preguntas que le hice ese día, y que me llevaron a decidir empacar algo de ropa y accesorios de trabajo, para ir en busca —pensaba yo— de una historia. Pero resultó más que eso: una lección de vida.

—Son niños que viajan así a la escuela en la Comarca Ngäbe-Buglé (hacia el occidente de Panamá). Por acá les llaman “los niños canaleteros”— me explicó Aldo Bonilla, quien para ese momento coordinaba la fase final de un proyecto de desarrollo comunitario en algunos de los extremos costeros más remotos de ese territorio indígena, cuyos dominios abarcan en total 6,968 km².

—Pero es una foto vieja. Se ve cielo despejado de verano y estamos en plena época lluviosa—me aventuré a opinar.

—No. La tomé ayer. En la Comarca Ngäbe-Buglé el clima es incierto; muy cambiante— apuntó el experto.

—Me alisto y salgo para allá este jueves— fue mi comentario final en el diálogo de varios minutos que mantuvimos por WhatsApp, tras aceptar su invitación a dar la cobertura noticiosa de la clausura del proyecto, financiado por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID).

Desde un inicio supe que la invitación no garantizaba que yo pudiera interactuar con los “niños canaleteros”. El proyecto se enfocaba en reforestar cuencas de ríos y tomas de agua, como apoyo alterno a unos dilatados acueductos rurales que habían estado en la agenda oficial de varios gobiernos de Panamá, pero que por diversas razones todavía no eran una realidad en todas las comunidades indígenas en donde se habían prometido.

En todo caso, sabía que encontraría un espacio para conocer de cerca a los niños navegantes, y constatar las razones por la que sus padres los enviaban a la escuela, confiando sus vidas a pequeñas canoas, puntiagudas en los extremos y con algo de espacio en el centro, pero acaso lo justo para albergar a sus menudos cuerpos.

Playa Hermosa. Ese era el nombre de mi destino. Sorprende que ni siquiera la clásica búsqueda previa en Google te lleva a este sitio en el país. Parece como si no existiera. Al escribir “Playa Hermosa, Panamá” te ofrece dos opciones, ambas en el litoral Pacífico: en la provincia occidental de Chiriquí, y en la paradisíaca Isla Coiba.

Pero realmente me dirigía a Playa Hermosa comarcal, hacia el Mar Caribe. Tal vez es su lejanía la que le ha dado un choque de identidad geográfica. Algunos pocos que han oído hablar de este villorrio lo ubican sin precisión en la provincia de Bocas del Toro, pero realmente está dentro del territorio Ngäbe-Buglé, aunque también hace parte de las aguas de la mítica Laguna de Chiriquí, allá al extremo norte de un ‘gobierno autónomo’, que a su vez hace parte de la República de Panamá.

La decisión de ir a Playa Hermosa es sencilla. La travesía es otra historia.

En la ciudad de Panamá abordé el bus expreso de la media noche (este horario permite ahorrarse el pago de una noche de hotel), pues se duerme en el viaje de 326 km, y en las primeras horas del día ya se está en David, la capital de Chiriquí.

Luego tomé un microbús Toyota Coaster para realizar la ruta de otros 204 km entre David y Changuinola, trayecto quebrado y empinado que es posible disfrutar hoy, gracias al esfuerzo y la tenacidad de varias generaciones. Cuenta la historia que a finales del siglo XIX el inmigrante alemán Juan Landau hizo por primera vez el recorrido a pie por estas montañas. Su ruta fue Boquete-Cerro Macho-Cedrales-Culebra-Río Horquín-Culebra-Río Changuinola… él murió en la serranía, mordido por una serpiente.

56 años después, un nieto de Landau retomó el sueño de promover una carretera en estos parajes olvidados por la civilización. Pero no fue hasta 1974 cuando se conformó un comité con montañeses, colonos e indígenas que lograron conseguir los recursos necesarios para demostrar a las autoridades que sí era posible llevar un vehículo desde el Atlántico, ascender terreno cruzado a más de 1100 metros sobre el nivel del mar, y descender al Pacífico.

En un punto del ascenso, el conductor del microbús donde viajaba apagó el aire acondicionado y sugirió abrir las ventanas. Yo lo hice y disfruté de una brisa fría que hacía juego con la inusual vegetación templada, con anturios, helechos y pinos, todo muy distinto al clima tropical y sobre todo al calor que define a Panamá.

Al descender, en la parada del almuerzo, en Rambála, suspendí la ruta y me encontré con Aldo, quien sería mi guía hacia la comarca. En un pickup doble cabina 4x4 completamos el desvío hacia la comunidad costera de Chiriquí Grande.

Allí, un frenesí de compradores se atiborran en el puerto y en sus callejuelas para adquirir provisiones y llevarlas a las distintas comunidades indígenas. Y los comerciantes —mayormente chinos— seducen a los visitantes inexpertos como yo con la frase: “allá [en la comarca] no hay nada”.

Ya abastecidos abordamos una “panga” (lancha artesanal sin techo), y luego de una hora de viaje surcando el mar con un motor fuera de borda de 40 hp, finalmente —y tras 17 horas de haber iniciado mi viaje— pude ver las primeras siluetas de Playa Hermosa, cuando ya el sol cansado de su faena se disponía a pintar el espectáculo del crepúsculo.

La comarca es silenciosa. El mar, la brisa y el canto de los animales tienen la prioridad. Lo advertí cuando el motor se detuvo y durante la caminata hacia una casa de madera sobre una pequeña colina, donde pernoctaríamos. Es el hogar de Elicia Jurando, una anciana ngäbe que nos dio la bienvenida y nos ofreció hamacas instaladas en plena sala para aliviar nuestro cansancio.

Desde una de esas hamacas, y a través de la ventana alcancé a ver el brillo final del horizonte, con el sol ya hundido, y recordé aquel verso de Pablo Neruda: «Mientras la noche azul caía sobre el mundo, he visto desde mi ventana la fiesta del poniente en los cerros lejanos»… En este caso, lo último que vi antes de dormir fueron los cerros de Miramar, Cauchero y Loma Partida.

Muy temprano en la mañana, Elicia, la amable anciana que nos ha acogido en su casa tiene lista una muestra de la gastronomía ngäbe. Habla poco español, pero la hospitalidad y los buenos modales transcienden la barrera del idioma.

Ahora me encuentro en el mar. La misión está definida: ver lo más cerca posible (sin alterar su faena natural) a los niños “canaleteros” de la foto que motivó mi viaje: estudiantes de primer nivel escolar que se desplazan todos los días a la escuela en canoas impulsadas únicamente por la fuerza de sus cuerpos y la dirección de sus “canaletes” artesanales, la herramienta con la que retan al mar.

En otras zonas costeras del país le llaman a esos accesorios rudimentarios de navegación “palancas”, que no es lo mismo que remos. Con remos, la persona en la piragua se coloca de espalda al sitio donde pretende llegar. Acá los chicos van de frente mirando su objetivo, y desde muy pequeños deben aprender la ciencia del canaleteo.

Son las 6:20 a.m. y me he adentrado en el mar, con la facilidad de movilizarme en un bote con motor fuera de borda. Ahora flotando en silencio, espero con impaciencia ver las primeras siluetas de las niñas y niños canaleteros.

No tuve que esperar mucho. En ese momento surgen las primeras canoas entre la bruma de la niebla que se disipa con los albores de la llegada del día.

En instantes veo otra canoa, y otra más... La escena es surrealista. Caravana de botecitos de uno o dos pasajeros, aunque al ver más claramente identifico otras canoas con hasta 5 niños uniformados a bordo.

Como si fuera una de esas carreras de piragüismo, las palancas se intercalan en el mar, y el manto calmo de la marea de esa mañana es interrumpido por el aluvión de pequeñas manitas agitando los canaletes de madera.

Cada tripulación se ocupa de su propia embarcación, pero a la vez se fijan en el alfa de la caravana marina (un niño de unos 12 años), quien incluso se pone en pie para sortear las últimas brumas de la niebla, y avisar con una seña de su canalete que van en la dirección correcta hacia el tramo final.

—¿Cómo hace eso? ¿Cómo logra ponerse en pie y mantener el equilibrio en el avance? —le pregunto al motorista del bote en el que estoy.

Él sonríe y me dice que esa es una de las razones por la que me recomendó que viviéramos la experiencia de hoy desde un bote convencional, y no en una de esas pequeñas piraguas de tronco labrado, como yo había sugerido. Ahora me queda claro que no tengo la pericia necesaria, y que en cualquier caso debí cumplir primero un entrenamiento básico, pero ya no tengo tiempo, pues solo estaré acá dos días.

Cuando ya es claro y son casi las 7:00 a.m. veo avanzar la última de las canoas rezagadas. Estoy lo suficientemente distante para no interrumpir, pero al mismo tiempo para divisar a dos tripulantes a bordo: un niño y una niña, muy pequeños.

Entonces nos adelantamos con el bote de motor hasta el puerto de madera. Ya había visto que los niños canaleteros no ingresaban a la comunidad de Playa Hermosa por ese lado, sino que se adentraban en un manglar. Entre el follaje desaparecían a la vista con sus embarcaciones, pero luego se les veía a los chicos correr en tierra firme.

Yo también corrí hacia el manglar con mi cámara, libreta de apuntes y grabadora de mano. Quería registrar la llegada de la última canoa, justo en el punto del desembarque. Ahora sí, con la intención de hablar con alguno de esos intrépidos mininavegantes.

Pero entonces me encontré con un sendero pantanoso y húmedo. No calzaba en ese momento las botas pantaneras que me habían recomendado para la expedición, porque se supone que esa mañana estaría en el mar. Llevaba unas chanclas plásticas cerradas al frente, pero con orificios redondos, marca “Ultralight” (clara imitación de las sandalias Crocs), que había comprado junto a las botas. Allá en el frenesí de las provisiones, un comerciante chino me había dicho que ese era el combo de calzado perfecto para garantizar secado rápido en el mar, y pisadas seguras en el bosque tropical húmedo.

El tiempo se agotaba y yo quería ver el momento del arribo del último bote al manglar. Dudé si introducir o no los pies en el pantano cenagoso. No sabía con qué profundidad me encontraría, o peor, si alguna alimaña se escondía entre el barro, aunque podía ver pequeñas huellas frescas de los niños. Extrañé mis botas pantaneras.

Decidí entonces bordear el camino, por la maleza, donde había tierra más seca. Después pensé que por esa ruta el peligro de encontrarme con serpientes u otros reptiles no deseados fue mayor. Pero logré llegar al extremo donde vi las canoas atadas a los manglares, justo cuando ingresaba, silenciosa, la última de ellas.

Después averigüé con una maestra que sus tripulantes eran Karina, de 6 años, y su hermano Eleazar, de 7 años de edad. Ella alumna de primer grado, y él de segundo.

 

—¡Cómo es posible que padres manden al mar a sus hijos tan pequeños, y solos! —volvía a pensar para mí. Pero luego me explicaron que esto es perfectamente normal en las comunidades de la vertiente Caribe de la Comarca Ngäbe-Buglé.

Ya, al verlos de cerca, noté que Karina iba sentada en la parte frontal de la canoa, y Eleazar atrás. Ambos llevaban uniforme escolar oficial (azul y blanco), pero sin zapatos. También me quedó claro que quien dirigía la pequeña embarcación era el niño.

Me llamó la atención que cuando me vieron, ninguno de los dos se asustó; tampoco mostraron signos de sentirse invadidos en su espacio. Era evidente para ellos que yo era un “sulia” (latino, en  idioma ngäbe), pero de alguna forma intuyeron que no representaba una amenaza.

Karina bajó primero y el agua sobrepasó sus tobillos. De inmediato empezó a amarrar la canoa a las raíces flotantes del árbol de mangle, con una vieja cuerda de plástico en tono azul. Yo sonreía mientras la filmaba. Ella también sonreía y seguía haciendo varios nudos, en total tardó 26 segundos.

Mientras la niña aseguraba su transporte escolar, su hermanito tomó los dos canaletes y saltó a tierra, en dirección al boquete de un árbol cercano. Se notaba que ese mismo procedimiento lo habían realizado las demás canoas ya aseguradas.

Cuando Eleazar pasó frente a mí no se detuvo, pero sí giró su cabeza para verme directo a la cara mientras avanzaba, y lanzó un atisbo de sonrisa timorata.

Una vez en tierra firme ambos, me dirijo a ellos por primera vez y les pregunto si puedo hacerles una fotografía (que es la que aparece en la ilustración principal de este texto). Asienten con la cabeza, pero sin mencionar palabra alguna, tan solo intercambiando miradas entre ellos.

—¿Cuánto tiempo demoraron canaleteando para llegar hasta aquí? — pregunto.

Karina sonríe y con su mirada parece ordenar a su hermano que me responda.

—Dos horas— dice el niño.

—¡Dos horas de ida y otras dos navegando de regreso para completar el viaje de casa a la escuela! ¿Será eso posible? —pensé alarmado.

Minutos después quise salir de dudas y se lo consulté al motorista.

—¿Pueden durar estos niños hasta 4 horas diarias en el mar para ir a la escuela?

—Sí es posible, pero dudo que tengan una concepción clara del tiempo de navegación.

—¿A qué te refieres?

—A que cuando te dijo dos horas, es solo una referencia. Tal vez lo escuchó de algún adulto.

Fue entonces cuando mi acompañante me explicó que en la idiosincrasia de la cultura Ngäbe-Buglé el tiempo no es tan importante; es apenas un factor secundario, supeditado a las actividades en sí, que son las que realmente les importan.

Es por eso que en la comarca los hombres y las mujeres no utilizan relojes de mano. Tampoco hay relojes en sus hogares. Se despiertan muy temprano impulsados por su reloj biológico, por el canto de las aves, o por el bullir de la naturaleza.

Desayunan antes de salir a la pesca, o más bien al buceo de pulmón, que es una de las prácticas ancestrales que todavía mantienen vivas.

La mayoría de los “buceadores” a pulmón están de vuelta al medio día. Ellos dicen que cuando el sol va a mitad de camino. Almuerzan iniciando la tarde con la pesca del día, y luego toman la tradicional siesta vespertina en hamaca de hilo, mientras los niños más pequeños que aún no están en edad escolar juegan en torno a la choza, o le pierden el miedo al mar, siempre bajo la supervisión de las mujeres, que intercalan la vigilancia mientras bordan sus tradicionales y vistosas batas.

Me dicen que a los 2 años de edad todos ya saben nadar. Es una cuestión de supervivencia. Saber nadar representará su seguro de vida cuando se conviertan en niños canaleteros, desde los 4 años en adelante.

La vida avanza a su propio ritmo. ¿Para qué entonces un reloj? A diferencias de nosotros los “sulias”, los habitantes de los pueblos originarios no son esclavos del tiempo… y quizás esto los hace más felices.

No obstante, aquella explicación no disipó mi intriga por verificar si eran correctas las dos horas de navegación (en una sola vía) de Karina y Eleazar. Al consultar, otros lugareños me contaron que un adulto puede realizar ese trayecto con canalete, en un periodo de aproximadamente 45 minutos.

Es decir, el cálculo de Eleazar (de 7 años) es correcto. Él y su hermana de solo 6 años de edad deben navegar en mar abierto —solos — unas 4 horas diarias para ir a la escuela.

En mi corto diálogo con los hermanitos, yo lanzaba las preguntas a ambos. Pero solo Eleazar respondía. Tal vez se sentía responsable por su hermana, o seguía sus instrucciones, porque ella lo miraba, y acto seguido él balbuceaba una respuesta corta.

Algunas de mis preguntas no fueron contestadas. Tal vez porque no entienden bien el español, o porque se requería una respuesta más elaborada.

Es extraño. Quise preguntar algo más sobre seguridad en el mar y no lo hice, porque razoné que podría ser un tema sensible para los niños. Pero casi sin querer lancé una última interrogante que me pareció tener una respuesta tan obvia, que hasta pensé no incluirla en este relato. Pero sí lo voy a hacer.

 

—¿Estás cansado? —fue la osada interrogante

—Sí —se limitó a decir.

¡Cómo no estar cansado después de 2 horas de estar bregando con las corrientes marinas!

Pero lo que vi a continuación plantó más dudas en mí sobre la resistencia y energía de estos niños navegantes. Sin dar ningún aviso dieron por culminada la corta interacción conmigo y se dispusieron a llegar a su centro escolar de la misma forma que los otros niños: corriendo.

Con asombro vi cómo, en mi cara, se lanzaron por el sendero pantanoso que yo había evitado minutos atrás, con la excusa de no tener botas pantaneras, imaginando arenas movedizas con alimañas y reptiles esperando para atacarte.

Vi a esos dos niños correr por allí sin zapatos. Miré mis sandalias estilo Crocs, y tuve vergüenza de mí. Entonces me animé a hacer lo mismo, y me lancé por la ruta antes de perder de vista a los niños, entre las pequeñas palmeras que matizaban el follaje del manglar.

Creo que Karina y Eleazar pensaron que era un juego. Se detuvieron a ver que yo venía detrás disfrutando de meterme en cada fango, con la cámara activada grabando la agreste ruta. Se miraron con un asombro juguetón, y corrieron más a prisa.

Pararon en un punto donde todos los estudiantes se detienen. Allí termina el manglar y allí hay un grifo con una toma de agua no potable, que usan para limpiar el lodo del extremo de sus pantalones y de sus pies. También es allí donde aquellos que tienen zapatos se los calzan. Una gran lección: ¿Quién ha dicho que ser pobre debe ser sinónimo de desaseado o de mangajo?

La campana de inicio de clases ha sonado, y los niños de la comunidad se mezclan con los últimos canaleteros, en un trote por los escalones labrados en tierra de una pequeña colina vestida de pasto verde, sobre la cual se yergue su querida escuela, el destino de los que viven cerca y de aquellos que vienen desde lejos.

Esta vez no los sigo. Me detengo allí. Solo entonces veo que tengo lodo hasta las rodillas, y salpicaduras por todo el cuerpo. Giro la mirada y advierto al motorista que desde el muelle me ha estado observando todo el rato. Volví a sentir vergüenza.

Al acercarme me felicita y dice que se nota mi interés por vivir a fondo la experiencia. No le respondo nada, y prefiero dar por finalizado el episodio de corrida por el fango en modo desestresante.

Entones el motorista me muestra, en una esquina, plantones de diversas especies de árboles que él mismo trajo en el viaje de las provisiones de tierra firme, desde Changuinola.

Me dice que hoy serán sembrados por voluntarios de la comunidad de Playa Hermosa, y por los estudiantes, como parte del programa de la Cooperación Española, para arborizar la toma de agua cruda del dilatado proyecto de acueducto rural que no termina de construir el Ministerio de Salud de Panamá.

De hecho, una vez subo la colina me encuentro bajo un árbol a mi guía, Aldo Bonilla, quien ya tiene las herramientas listas para la jornada de reforestación.

Pero antes de eso aprovecho para conocer la escuela, hablar con los maestros, y, tal vez, ver en sus aulas a Karina y a Eleazar.

—¿Dónde está la escuela? —le pregunto a Aldo.

—¡La escuela! Ya estamos en terrenos de la escuela. Eso que ves allí es donde están los estudiantes.

Quedé pasmado cuando vi aquello, si es que se le puede llamar escuela. Cualquiera galera de pollos tiene mejor apariencia. Eran retazos viejos de madera alineados de forma vertical, con techo de zinc y piso de tierra.

Cuando me acerqué vi los huecos en la madera ruinosa que sirve solo de pared frontal. El resto de las paredes son hojas reutilizadas de zinc. También hay huecos en el techo, y las divisiones de los “salones” son de láminas de plywood, en parte, y en otras de cartón comprimido.

¿Cómo es posible que en el país de los rascacielos más altos de la región, de la pujante industria de la construcción, del éxito del reglón marítimo, logístico y de servicio, existan escuelas oficiales en estas condiciones?

¿No es acaso Playa Hermosa territorio panameño? ¿No es acaso la Comarca Ngäbe-Buglé parte de este país al que el Banco Mundial ha situado entre las economías de mayor crecimiento en América Latina?

Justo antes de la pandemia, con 4.5% de crecimiento económico, Panamá solamente era superado en Latinoamérica por Dominica (9.6%) y República Dominicana (5.3%), y era la primera economía entre los países de América Central.

Y cuando se empiece a superar el parón económico que impuso el SARS-CoV-2, el Banco Mundial pronostica que Panamá seguirá creciendo, mientras las grandes economías de la región tendrán un crecimiento leve o decrecerán.

Pero todo esto suena a consuelo de tontos, cuando uno ve a niños indígenas como Karina y Eleazar llegar descalzaos a la galera que les sirve de escuela, en formato multigrado, con tres maestros para seis grados.

—En medio de estas carencias, afortunados deben sentirse los estudiantes de Playa Hermosa. Aquí al menos hay una cuarta maestra que se ocupa de prekínder y kínder. Pero en otras escuelas de la comarca hay un solo maestro para todos los grados —me explica Shirioska Contreras Miranda, la maestra de Karina, quien atiende el primer grado.

Pero aquello era solo la punta de un iceberg que conocí de manera rápida, una cruda realidad que me golpeó duro a la cara, y me dejó helado.

La maestra Shirioska me explica que inicialmente esa estructura era un proyecto de comedor infantil diligenciado hace 10 años por la comunidad y una ONG de perfil religioso, pero que no se logró concretar.

—El espacio lo terminamos dividiendo en salones, y así nació la escuela —me cuenta.

Es decir, ni siquiera el Estado aportó los materiales para la escuela de Playa Hermosa. Cuando el Ministerio de Educación fue notificado de la necesidad de un centro escolar en el área, de la existencia de una estructura ya levantada, y de la suficiente matrícula de estudiantes, se limitó a asignar a los docentes, pero al sol de hoy no existe un esfuerzo estatal real para tratar de levantar una escuela decente.

Este absurdo desinterés de las autoridades educativas puede resultar difícil de creer para cualquier ciudadano medianamente informado. Sobre todo porque es de conocimiento público que en el último quinquenio, el gobierno panameño de turno manejó un presupuesto para Educación superior a los 8,500 millones de dólares.

—¿No había aunque sea una cantidad de dinero simbólica para iniciar la construcción de la escuela? —consulto a la docente.

—Sí había, y sí sigue habiendo en el presupuesto del Ministerio de Educación una partida extraordinaria asignada para acá.

—¿Y entonces?

—Es muy poco.

—¿Cuánto?

—La partida es de $29,000 para la construcción de un salón de clases.

—Imagino que ese monto no es atractivo para las empresas que contratan con el Estado.

—Así es, y mientras en el sistema tengamos ese fondo asignado, pero sin ejecutar, no nos aprueban más partidas —redondea la maestra.

¡Menudo embrollo! El problema le salió barato a las autoridades. Si llega alguna queja, se escudan con la excusa de que ya se asignó una partida de 29 mil dólares para construir el primer salón de clases en Playa Hermosa, pero que ninguna empresa se ha interesado. Seguramente agregarán que no es culpa del Ministerio de Educación… y así han pasado 10 años.

Un modelo tangible de capitalismo salvaje, porque hay varias empresas en el área que ya han construido acueductos y escuelas al gobierno. Pero un monto tan bajo no justifica el esfuerzo de trasladar por tierra, y luego por el mar, cemento, bloques, hierro, y todos los materiales necesarios, así como personal calificado para dirigir la obra, quienes deberían quedarse a vivir en Playa Hermosa mientras dure la construcción.

A esto hay que agregarle la logística de proveer todo, incluyendo acceso a agua, que no hay, así como sistemas alternos de generación de energía eléctrica. ¿Pero no justificaría ese esfuerzo pensar que se estarían cumpliendo con el compromiso del respeto al derecho a la educación? ¿No justificaría ese esfuerzo pensar que se da un paso más para eliminar la brecha de desigualdad educativa que hay en el país, y que crea ciudadanos de segunda o de tercera categoría?

En 1948, la Declaración de los Derechos Humanos estableció que todas las personas tienen derecho a la Educación, y esto incluye a las niñas, niños y adolescentes de la Comarca Ngäbe-Buglé, sin importar qué tan distantes estén sus lugares de residencia.

Y para ellos —en especial para ellos— la educación viene a ser la base para ejercer otros de sus derechos. La educación puede ser la llave para su realización personal, herramienta útil para reducir las desigualdades sociales y económicas que someten a los pueblos originarios, así como forma de promover la igualdad y el respeto al que tienen pleno derecho.

Lamentablemente, aunque por ley una educación de calidad está considerada como un derecho de todos los niños panameños, esto no es una realidad en algunas zonas indígenas.

Algo de esto se puede palpar en la “escuela” que hoy visito, perteneciente al sistema oficial del país con la tercera economía de mayor crecimiento en América Latina.

Veo a Karina y pienso en la injusticia de una partida de construcción congelada, que se burla de su interés por ir a estudiar, de su gran esfuerzo físico, incluso arriesgando la vida en el mar.

Veo a Karina y pienso en qué oportunidades reales de cambio y de movilidad social le da el sistema actual a ella, y a sus 23 compañeritos, que saturan el primer grado.

La cantidad que son les ha permitido permanecer solos, sin compartir el aula con otro grado escolar. Pero el próximo año, en II°, tendrán que compartir con V°, que son menos.

Y es que conforme avanzan los niveles de primaria, baja también la cantidad de estudiantes, porque se vive otro fenómeno social: la deserción escolar, motivada por diversos factores, incluyendo la falta de comida, la necesidad de que los niños se sumen a las actividades agrícolas y de pesca para el sustento de la familia, y hasta casos de embarazos precoces.

Quienes logren terminar allí el sexto grado de primaria, se enfrentarán a otro desafío si quieren continuar la educación premedia y media (desde séptimo grado a duodécimo grado): conseguir 16 dólares diarios para pagar el pasaje de ida y vuelta que cobra la lancha rápida, para ir al colegio en Chiriquí Grande. ¡Imposible para la mayoría!

Y no hay más opciones. Es un tramo demasiado distante y peligroso para los niños canaleteros. Incluso un adulto tardaría medio día en completar la distancia en un solo sentido, si lo hace canaleteando, a la manera tradicional.

Algunos pocos continúan la siguiente etapa escolar, sobre todo los hijos de los comerciantes locales que tienen lanchas propias, y que se unen con otras familias para sufragar el costoso combustible y el mantenimiento de los motores.

Pero en general, la gran mayoría de los niños solo llegan al sexto grado, y el sistema hereda a la siguiente generación el círculo de la pobreza. Una pobreza que en la Comarca Ngöbe Buglé somete al 93.4% de las personas. No muy distinto si se compara con la situación de otras comarcas indígenas al otro lado del país. La Comarca Guna Yala con 91.4% de pobreza; la Comarca Emberá Wounaan con 70.8%.

Pero los habitantes de Playa Hermosa no se detienen a pensar en estas cifras, tal vez ni las conocen. Son optimistas y recursivos por naturaleza. De lo contrario, no habrían sobrevivido hasta ahora.

Esto se nota en la madera que reutilizan para las paredes de la escuela de sus hijos. Y cuando el techo de zinc se daña, lo bajan para convertirlo en pared, y realizan colectas para comprar nuevas láminas.

Todas estas acciones comunitarias son loables, pero no eliminan el compromiso superior que tiene el Estado de brindarle a la educación sus características esenciales: disponibilidad, aceptabilidad, adaptabilidad y accesibilidad.

El resto del país debería saber que en Playa Hermosa existen una serie de barreras que impiden a los niños el disfrute pleno de su derecho a la educación.

En ese momento me dirijo al comedor escolar. Los padres de familia han construido un espacio con horcones de palo y techo de zinc, que según me cuentan, cada vez que la inclemencia del tiempo lo derriba, lo vuelven a construir.

Allí las “meris” (mujeres) preparan la crema. Se turnan para hacer el trabajo voluntario, para que, al menos, los niños tengan un vaso de crema caliente con una galleta nutricional. Felizmente, el Ministerio de Educación no les ha eliminado ese beneficio, que todavía les sigue llegando.

—Pero sí nos eliminaron la partida extraordinaria para preparar comida. Tampoco han llegado este año libros, botas para los estudiantes, o salvavidas para los docentes —me sigue narrando la maestra Shirioska.

El año pasado las autoridades de educación les dieron una partida de 1,000 dólares, divididos en tres desembolsos al año, fondos que utilizaron para preparar alimentos 3 veces a la semana.

 

—Pero este año no hay comida, solo crema —insiste Shirioska, mientras ayuda a repartir.

—¿Cuán importante es que haya comida en la escuela? —le consulto.

—Uff… muy importante.

—¿Por qué?

—Porque los niños muchas veces vienen a estudiar con hambre. Hay que decirlo así, con hambre. Entonces vienen a la escuela con las ganas de comer. Y el niño que no rinde, al menos viene incentivado para comer. Todos los días es una canción: Maestra, solo tomé café en la casa.

Al momento de la crema me reencuentro con Eleazar. Ahora se nota más desenvuelto y seguro, al estar rodeado de sus compañeros. Y también más calmado. La última vez que me vio, me dejó lleno de lodo, en el juego del trote. Lo saludo y le digo una palabra en  ngäbe que tenía preparada: Betékä (correr), y él sonríe.

Estuve a punto de hacerle la pregunta que me quedó pendiente sobre su seguridad en el mar, pero volví a pensar que es un tema álgido para su momento más alegre de la mañana.

A mí también me ofrecen crema. Y aunque la acepté, la verdad es que no la tomé. Unos minutos antes, la maestra Shirioska me había mostrado el sistema de recolección de agua lluvia, que es la que utilizan para preparar la crema y para que los estudiantes beban en la escuela.

Pensé que en las pocas horas que tenía allí, mi organismo no había desarrollado los suficientes anticuerpos para procesar esa agua.

Tras su caída natural del cielo, el preciado líquido pasa por el techo de los dormitorios de los docentes y desemboca en un tubo que va a dar a un taque de reserva de agua, que les donó la ONG internacional “Operation Safe Drinking Water”.

Al palpar todas estas carencias, uno se ve tentado a considerar como letra muerta la obligación que tiene todo Estado de respetar, proteger y garantizar el derecho a la educación. Pero la realidad es que debe seguir siendo una prioridad para la administración gubernamental eliminar todas estas barreras.

Pero los moradores de Playa Hermosa han aprendido a seguir con sus vidas más allá de las carencias, apoyándose siempre entre sí. Ese día, por ejemplo, se reunió el pueblo para la actividad especial de reforestación. También se programó una junta consultiva sobre el retraso del acueducto. Esto me permitió tener acceso a una muestra variopinta de gente de la comunidad. Algunos vienen a reforestar, otros a plantar su queja por la falta de agua potable, otros por curiosidad. Hay pocas actividades que rompen la monotonía diaria, y todos quieren ver qué es lo que pasa hoy en la escuela.

Así pude hablar con Juancito Cisneros, el pastor y líder espiritual. “Juancito” no es un diminutivo; es su verdadero nombre. Su tono al hablar denota la misa paz interior de su madre. Allí me entero de que Juancito en uno de los 13 hijos de doña Elicia, nuestra anfitriona.

Parados frente a la escuela, desde la colina donde se divisa todo el pueblo, y donde se comprende por qué se llama Playa Hermosa, Juancito me cuenta lo orgulloso que todos se sienten de “nuestra escuela”. Lamenta que por más de 11 años no hayan recibido apoyo de las autoridades para la construcción, pero me asegura que nunca dejarán caer la estructura.

Entonces me contó algo escalofriante. En el pasado no había escuela en Playa Hermosa, y los niños tenían que canaletear hacia otras comunidades en busca de educación. Y en cierta ocasión, el mal tiempo sorprendió en el mar a un grupo de ellos, y lamentablemente fallecieron dos estudiantes.

Esto motivó el trabajo mancomunado de los lugareños para que sus hijos tuvieran su propia escuela, y asistieran cada día a ella caminando, en lugar de arriesgar sus vidas entre las traicioneras olas.

La llamada para emprender la caminata a la reforestación de la toma de agua del futuro acueducto interrumpió mi conversación con Juancito. Y entre la delegación de estudiantes que se acercaron para la foto oficial del grupo, que yo tomé con el celular, estaba Eleazar.

En el ajetreo de la repartición de plantones y de herramientas para la siembra me acerqué al niño canaletero. Con palabras sencillas lo animé a seguir estudiando, a que confiara en la llegada de nuevas oportunidades para un futuro mejor, que cuidara a su hermana Karina, y —claro— que tuviera mucho cuidado en el mar.

Cuando noté su receptividad a escuchar, no pude contenerme en hacerle la pregunta que había quedado pendiente.

—Dime, Eleazar: ¿Qué pasa si un día en el mar se les voltea la canoa?

—Nadamos, la arreglamos, y seguimos canaleteando.



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domingo 10 de marzo de 2024

  • 4585 1er Premio
  • BACB Letras
  • 7 Serie
  • 13 Folio
  • 0555 2do Premio
  • 7784 3er Premio
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