Curiosidades
‘Pero si la artritis no afecta la cosita, o también te duele allá'.
Cuando Andrea regresó de la cita médica, yo fui uno de los que le preguntó la clásica ‘cómo te fue'. Ella dijo que venía triste porque le habían dicho que tenía artritis. ‘O sea que ya no puedo pensar en casarme otra vez', agregó. Nuevamente insistí yo en saber qué relación había con la artritis y el casamiento. Y le dije socarrón: ‘Pero si la artritis no afecta la cosita, o también te duele allá'.
La carcajada de Andrea me hizo reír a mí también, y recordé haber oído decir a un anciano: Nunca te cases con una mujer que no te haga reír, porque llevarás todas las posibilidades de perder. A partir de ese momento dejé de verla como una mujer mayor que yo, y mi ojo masculino y al acecho captó la voluptuosidad de sus senos.
Cuando paró de reírse me lanzó el misil: ‘No, claro que la artritis no afecta allá abajo, pero ya no puedo cocinar ni fregar ni lavar porque eso sí me hace daño, y como yo soy de la mentalidad de antaño, lo que significa que me gusta preparar yo misma la comida de mi pareja, lavarle su ropita y mandarlo a la calle planchadito. Y con estas manos vueltas leña no podré atenderlo como Dios manda, así que mejor me resigno a quedarme sola para siempre'.
A mí, que fui un huérfano conyugal en los dieciséis años de matrimonio, me pareció demasiado hermoso tener alguien que me mimara, que se encargara de mis cosas, de todo lo mío, y me enamoré de ella en ese instante. Los veinte años que me llevaba Andrea se perdieron en la nebulosa de la pasión que brotó en mí como un volcán.
La empecé a tratar con otras maneras y pronto nos enredamos en una relación de noviazgo que no tardó en llegar a la cama, donde la experiencia mandó, y yo quedé como un colegial; Andrea sí sabía cómo atender a un hombre en la intimidad, sabía dónde tocar y cómo tocar.
No pudo mi cartera con las constantes, casi diarias, visitas a los hoteles, así que como el hambre era mucha, la mudé para mi cuarto, y me antojé de darle mi apellido. Aunque ella no aceptó al principio, yo la fui convenciendo poco a poco, hasta que pasamos a la categoría de casados.
No supe cómo le prometí un carro para su cumpleaños, y me endeudé hasta lo máximo que me permitió mi salario. Tras el regalo, ella se olvidó de su artritis y se encargó de mi comida y de mi ropa, todas las atenciones que nunca tuve mientras viví con mi primera esposa. Yo pregonaba que ‘era el hombre más feliz'; buena intimidad, buena comida, buena relación, Andrea mandaba a mi celular chistes cada tres horas, lo que complementaba mi felicidad.
Fue un viernes que empezó mi desgracia. Mi hermano me llamó al mediodía para decirme que había visto, ‘desde el bus' el carro de mi mujer entrando a un lugar de esos. Yo me puse como loco, como si me hubieran dado una noticia fatal, y se lo dije a mi compañero, quien me acompañó al lugar donde, suponía yo, otro se estaba tirando a mi Andrea.
Cuando vimos que el carro salía de ese lugar, yo me le atravesé. La sorpresa fue grande cuando vi a un desconocido al volante y al lado otra desconocida. Mi compañero lo sometió mientras yo revisaba, como loco, hasta debajo de los asientos en busca de mi esposa. Al no hallarla ni en el maletero, acusé al extraño de haberle robado el carro a mi esposa. Estábamos en ese pleito cuando llegó la Policía. Supe, más tarde, que el desconocido era el amante de Andrea, y que ella, a diario, le prestaba el carro para que hiciera sus mandados.
No pude ni quitarle el carro, porque fui tan corto de mente que lo puse a nombre de ella. Ahora me siento ‘el hombre más burlado del mundo'.