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Dejen vivir al man

Dejen vivir al man

martes 24 de marzo de 2020 - 12:00 a.m.
Redacción El Siglo
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Reynaldo tenía su par de vaquitas y terrenitos heredados de su padre. Durante su juventud y mediana edad permaneció solo. Siempre enamoraba a las ...

Reynaldo tenía su par de vaquitas y terrenitos heredados de su padre. Durante su juventud y mediana edad permaneció solo. Siempre enamoraba a las muchachas, pero con la mala suerte de que ninguna le daba el sí. El interiorano llevaba una vida bastante austera, tanto a la hora de comer como el vestir. Solo cuando llegaba la fiesta de la patrona se ponía su mejor muda y salía a la calle a ver qué se le pegaba. Y nunca se le pegó nada bueno, salvo una que otra borrachera por el guaro que le brindaban los que iban de la capital a las fiestas.

Para terminarle de torcer el destino, una enfermedad le restó la movilidad. Luego de meses de terapia, puedo volver a caminar, con dificultad, pero daba pequeños pasitos apoyándose con las manos, es decir, aferrándose a lo que tuviese cerca. Daba lástima verlo en ese estado, y así se iba a los potreros a ver las vaquitas. Tardaba horas en ir y regresar.

El sacerdote del pueblo, después de la misa, lo visitaba para darle la comunión y conversarle la palabra. Así marchaban las cosas hasta que llegó el verano, vinieron las lluvias y las patronales. Entre el gentío que llegaba para la misa y la fiesta pagaba apareció ‘la morena', una mujer citadina que pisaba por primera vez ese pueblo. Se supo que era amiga de una vecina de un señor que vivía en el campo.

Nadie sabe explicar cómo fue que la morena se conoció con Reynaldo. Pudo ser en la corrida de toros. El asunto fue que terminada la parranda, la dama se fue a vivir con él. En los días siguientes sufrió una transformación total: de una mujer de mediana edad capitalina a una campesina que llevaba camina manga larga y un sombrero grande que le cubría el pescuezo.

La pareja se iba a ver las vacas y regresaba cuando ya oscurecía. Por supuesto que este amorío trajo un torrencial de habladurías en el campo y allende las fronteras del distrito que realmente no tiene linderos. Uno de los comentarios más crueles era que la dama se aprovechaba de Reynaldo por su enfermedad para quedarse con todo.

El asunto se pudo color de hormiga cuando se conoció que tenían planes para casarse. Una que otra señora de esas que se cubren el pelo para ir a la misa le habló al sacerdote con la intención de que parara el casorio. Son adultos y ellos deciden qué hacer con sus vidas, fue la respuesta del religioso.

Los compinches de tomar guaro estaban contentos, sería mínimo un fin de semana con bebida gratis y comida. Lo menos que puede hacer es matar una vaquita y celebrar por todo lo alto.

A quince días para la boda, la morena anunció que viajaba a la capital a comprarse el vestido a invitar a sus amigas más cercanas. El campo, durante ese lapso, quedó en suspenso. Y solo recobró el aliento cuando se acercaba el día y la novia no volvía. Y nunca más volvió a pisar el pueblo. Por supuesto que esta huida le dio pie a un repertorio de leyendas de las más tenebrosas.

La pareja se iba a ver las vacas y regresaba cuando ya oscurecía. Por supuesto que este amorío trajo un torrencial de habladurías en el campo y allende las fronteras del distrito que realmente no tiene linderos.
 


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