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Por la covid le pusieron los cachos al don

Por la covid le pusieron los cachos al don

sábado 21 de noviembre de 2020 - 12:00 a.m.
Redacción El Siglo
redaccion@elsiglo.com.pa

Rufina y Ruperto, a pesar de la gran diferencia de edad que los separada eran una pareja modelo en el barrio.

Rufina y Ruperto, a pesar de la gran diferencia de edad que los separada eran una pareja modelo en el barrio.

Ella, una santeña que a sus 40 años aún levantaba las pasiones de los manes que se pasan el día en la vereda y él un jubiloso que se jubiló con buen sueldo.

Vivían, en pasado, en una casita de tres recámaras, portal adelante y atrás y un jardín que la dama cuidaba de manera esmerada todas las mañanas. Hasta se le veía hablando con las plantitas.

Resulta que después de meses en que el don no salía ni a ver la cara del sol, de la noche a la mañana sintió los síntomas. Fueron las propias vecinas las que culparon a Rufina de contagiarlo.

Rufina repetía que tenía la conciencia tranquila porque a lo único que salía era a cobrarle la plata al don en el cajero y de ahí a comprar el pebre para los 15 o 16 días. Durante ese largo periodo ni siquiera visitó a los familiares por temor a contagiarse del bicho.

Una mañana corrió como pólvora que el don estaba enfermo. Una ambulancia se estacionó cerca del jardincito y tres funcionarios, arropados como si fueran a sacar miel de un panal, acompañaron al jubiloso hasta la parte de atrás del transporte.

Unas vecinas que salieron a lo mil al patio a ver la operación sanitaria aseguran que el don iba llorando a moco tendido, pero no era por los síntomas del bicho sino por tener que alejarse, distanciarse, separarse de su Julieta adorada.

De la Julieta, dicen, no demostraba mayor congoja por el esposo, aunque no era esposo como tal, solo estaban arrejuntados.

Se lo llevaron a un hotel hospital por dos semanas y por suerte libró valerosamente la batalla con ese enemigo de la gente de la tercera edad y de los pacientes con males crónicos. Por suerte Ruperto, a su edad, de la única patología que sufría era del mal que dicen que acabó a la Niña de Guatemala.

La grande se armó al cabo de los 15 días, cuando nuevamente la ambulancia se estacionó cerca del jardincito de la santeña, que según las malas lenguas del barrio lindo, no se había dejado ver ni en pintura.

Efectivamente, la joven señora se había marchado sin decir nada a nadie. Como por arte de magia recogió sus cacharros y puso las patitas en la calle. Y en plena cuarentena.

En la tienda comentaban, sin mucho fundamento, que la dama se fue para su pueblo natal, El karate, y que allá la esperaba con los brazos abiertos un novio que tuvo antes de venirse a probar suerte a la capital.

Ruperto cargaba con las secuelas, aunque leves, del virus, y con aquel mal de amor que lo estaba matando por dentro. Algunas vecinas se condolían de él y le regalaban platos de sopa o de macarrones. Vivió con aquella tristeza a cuestas hasta que se apareció una foránea preguntando dónde alquilaban cuartos. Y aquí fue que el don le abrió las puertas y ventanas de vivienda.

Ahora las vecinas, cuando se reunían a comprar las verduras de la sopa en el carro aseguraban que el don salió ganando.

Resulta que después de meses en que el don no salía ni a ver la cara del sol, de la noche a la mañana sintió los síntomas. Fueron las propias vecinas las que culparon a Rufina de contagiarlo
 


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